Hablar de fútbol

Estos días en medio planeta no se hablará de otro tema  que no sea de fútbol. El mundial, con sede en Rusia, desbordará exaltación y apagará el ruido de otros hechos tortuosos que imperan en la descalabrada tierra. 

Es  innegable: el mero hecho de  existir es jugar, al ser certero que la utopía humana, a partir su heroicidad hasta las eyecciones más íntimas, es la misma que  le sufragó en cada uno de  sus acaecimientos perdurables.  

Ignacio Ramonet, en un artículo - “El fútbol es la guerra” - dijo: “En el transcurso de un partido lo que encarnan los jugadores son las virtudes de la nación - virilidad, lealtad, fidelidad, espíritu de sacrificio, sentido del deber, sentido del territorio, pertenencia a la comunidad -”. Y eso es así,  ya que el juego contiene  los factores que más ayudan a la coexistencia al ser su consumación final competir.     

Quien en su juventud haya pateado una pelota de cuero o papel prensado, en campo de tierra, en la esquina de una calle, loma o arrabal, sabrá  que nuestras palabras  son irrefutables.  

El espectáculo sobre el campo de juego es un conjunto de cualidades, humanas y técnicas, que dará al esparcimiento la dimensión interior apasionante de esa pelotera por conseguir la meta anhelada.     

Jorge Luis Borges - escribía en castellano pensando en inglés - al fútbol  lo llamaba “football”, pues  creía expresar con esa palabra, si la decía arrancándola  de su propia raíz,  hasta el mismo movimiento del balón en el aire.   

Creía el autor del relato “El hombre de la esquina rosada” que lo malo del deporte era la idea de que alguien gane y  alguien pierda y, sobre todo, ver ese hecho suscitando rivalidades despiadadas.  

 Al ciego visionario de las letras más sarcásticas y contradictorias jamás escritas, se le podía ver en su juventud acudiendo a ver los encuentros del Chacarita Juniors en aquel  Buenos Aires de arrabales, patios de vecindad, el truco, el tango unas veces valeroso y otras sentimental, con la parsimonia y la compostura de un lord, pero cuando llegaba el esférico a sus pies, escuchaba el griterío, la sangre se le subía a borbotones a  la cabeza y la pasión desatada cubría toda su piel de un nuevo ropaje. Y es que Borges jugó al fútbol de la misma forma que hacía  literatura: con el placer  o las emociones  nacidos en momentos de sublime monomanía.  

Todo deporte es una forma de vida   con los ingredientes que ella posee: coraje, valor, querencia, afanes, esperanzas, miedos  y esfuerzos inusitados en la disputa total y plena. 

El fútbol, más que otro juego donde se retoza la honra patria, es un tratado de  beligerancia bajo la vigilancia de un reglamento inventado por los ingleses, que los franceses pulieron, los alemanes apuntalaron, los italianos bordaron sobre césped, mientras españoles, portugueses y  países nórdicos, le dieron la gracia y el  donaire de un torneo para paliar el desahogo y  las frustraciones del resuello.

El escritor y cronista polaco  Ryszard Kapúscinski  - Premio Príncipe de Asturias - habló de que el “fútbol es cruel por ser demasiado humano”. Y subrayó: “Debemos vencer siempre en la vida por encima de toda tumba a flor de tierra seca”.  

Albert Camus, apasionado de esta disciplina del balompié  – jugó en el equipo de la Universidad de Argel – nos legó  una opinión reconfortante: “Después de muchos años  de variadas experiencias, lo que más sé, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, digna imagen de nuestra juventud”.  

Eran otros tiempos,  cuando se jugaba sin recibir estímulo monetario alguno. En la actualidad es distinto. Las zancas de un jugador valen millones y debe ser cuidadas como la joya de una corona. Algunos de los llamados “astros” y no se exponen a quebraduras que les pudieran cortar de cuajo los tendones y con ello el futuro  de sus vidas. 

Esa es la causa de que perder un partido sea claudicar. Sin el juego del fútbol, el espíritu europeo se volvería decadente. Las semanas anodinas y los domingos, losas. Es más, sin ese deporte  no existirían los bares y tascas tal como los conocemos, y la política sería simplemente un espectáculo alicaído.  

Europa y la mitad del planeta sin balón estaría despojada de su innata esencia, aunque hubiera sido posible  - es una opinión quizás poco juiciosa - que se hubiera ahorrado dos trágicas guerras mundiales. 



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