Hielo abrasador, fuego helado

 

El día   era despejado sobre estas frías mañanas  de enero. Nada especial en esos parajes del  bajo Aragón entre las estribaciones de la sierra de Monegros y Javalambre. Íbamos  al encuentro una cita postergada durante años: visitar el mausoleo de Diego de Azagra e Isabel Segura, los “Amantes” en la  placentera ciudad de  Teruel.

El sepulcro, obra de Juan Ávalos en la mudéjar Torre de San Pedro entre un ábside poligonal, expresa  en piedra blanca la pasión que recuerda Francisco de Quevedo  hablando de un  padecimiento enardecido que crece sin curarse:

“Es hielo abrasador, fuego helado, / herida que duele y no se siente, un soñado bien, un mal presente, / es un breve descanso muy cansado”.

Sentados en la acogedora Plaza del Torito - tomando un té verde con hierbabuena en espera  de la apertura de Museo de los Amantes en la Iglesia de San Pedro - , repasamos en una revista  dejada sobre el mesón  de la hostería.

La información  que ocupó nuestro interés hablaba de un grupo de  arqueólogos italianos que  habían hallado, en la ciudad de Mantua,  dos esqueletos que databan unos seis mil años de haber sido enterrados. Eran dos jóvenes  - hombre y mujer - del Neolítico.

Los bautizados “Amantes de Valardo” – labrantío donde fueron encontrados -   estaban  perfectamente conservados y estrechados  en un abrazo.

El fallecimiento del muchacho y el posterior sacrificio de la dama  sepultada con él, es una de las hipótesis posibles  para explicar la forma del enterramiento: brazos y piernas cruzados como si se protegieran  mutuamente.

Junto al esqueleto masculino se localizó, a la altura de las cervicales, una punta de sílex, y en la joven una cuchilla alargada entre uno de sus muslos.

Los huesos, sin separarlos,    fueron recuperados, y están expuestos en el Museo Arqueológico Nacional de Mantua, escenario de la ópera Rigoletto con música de Giuseppe Verdi, asentada en la obra teatral “Le Roi s'amuse” - El rey se divierte)  -  de Víctor Hugo.

Leo que a partir de esos días comenzó a germinar  una leyenda semejante a la de Romero y Julieta, los amantes de la cercana Verona inmortalizados por William  Shakespeare – “¡Ay, el sol no querrá alumbrar con sus rayos un día tan cruel!” - o el Teruel de Diego e Isabel.

El revolucionario poeta ruso  Vladímir Mayakovski, mirando otros cuerpos en una gélida  mañana en Moscú, obtuvo su propia conjetura:

 “No acabarán el amor / ni la riña / Ni la distancia. /  Pensando, probando, verificando. / Levanto solemne el verso de mil dedos-estrofas. / Juro, fiel y seguro. / Amo.”

Habiendo cruzado el escribidor de estas líneas el epicentro de la edad madura hace largo trecho,  cree poseer la certeza de que cuando la esencia del Universo se extinga en alguna aparte de otro  Cosmos paralelo,  seguirán existiendo partículas de la esencia primogénita con la que Dios hizo el mundo: motas de  amor.

Debido a ese don sorprendente de la muerte revivida,  los dos esqueletos  de la prehistoria nos hablan de que toda pasión enardecida subsistirá por encima las tumbas.



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