Hay que cerrar el circo

Si no fuera por el desgarro y la división social que provoca, la negativa influencia sobre la economía, las turbulencias políticas que genera y la penosa imagen internacional que proyecta, podríamos decir que el «procés» es más aburrido que un acuario de almejas.

La historia de Cataluña contada por los separatistas es una falsedad y una burla. Lo que no lo es, es la romanización de las tribus iberas y de las colonias griegas asentadas en el actual territorio de la comunidad autónoma secesionista. Quizá de esa época provenga su afición a los tres elementos sobre los que los romanos sustentaban el entretenimiento del pueblo: el circo, el anfiteatro y el teatro. El mejor reflejo de las actividades que se desarrollaban en esta trilogía de construcciones es el Parlamento catalán. Un auténtico circo con un montón de payasos especialistas, no en hacer reír, sino en propagar sufrimiento, dolor y penuria al ciudadano que paga las entradas y les permite vivir sin trabajar.

Dediqué ímprobos esfuerzos a intentar entender a los independentistas, a ponerme en su lugar, a pensar como ellos, pero no puedo. No acierto a comprender cómo quienes burlan la ley y los procedimientos y practican la violencia callejera hacen apelaciones simultáneas a la Constitución, a la democracia y a los derechos fundamentales. Fariseísmo, hipocresía, farsa, impostura o enfermedad crónica. Es difícil explicar este fenómeno.

El nacionalismo es el mayor problema al que se enfrenta Europa y, singularmente, España. Los nacionalistas son falsos, desleales, traidores, egoístas, chantajistas. Son el cáncer de la democracia. Nada que ver con el paro o la corrupción. Prefiero mil Gürtel que un solo movimiento secesionista. Es como comparar un resfriado con una enfermedad terminal.

Todo es corrupción política cometida por políticos, pero es de mucha mayor gravedad la de los episodios de rebeldía porque ponen en peligro la paz social, la economía, la libertad, los derechos. Los nacionalismos son de corte fascista «o conmigo o contra mí, y si estás contra mí eres mi enemigo y te destruyo”.

La historia pondrá a cada uno en su sitio, de un lado, los héroes, de otro, los villanos. Y no cabe la menor duda que el Juez Llarena será el héroe de este proceso; los Mossos están rehabilitándose de su vergonzosa actuación. Para el título de villanos hay una seria competición entre Puigdemont, Torra, Torrent, Turull, Rull, Romeva, Forcadell, Rovira, Junqueras, los Jordis, el Sindic de Greuges y un largo etcétera, que han convertido la verdad en la auténtica víctima.

No deseo la cárcel para nadie, pero no conozco ningún otro método –tal como está la situación- que pueda poner fin a este desvarío, a este circo. Se habla de diálogo político, pero dialogar sobre qué, ¿sobre un proceso de independencia que no tiene cabida en nuestro ordenamiento constitucional? ¿Cómo se puede dialogar con fanáticos que o haces lo que ellos dicen o eres un facha?

Pero no lo olvidemos, el origen del problema hay que buscarlo en la Carta Magna que ahora se quiere destruir. Los denominados «padres de la Constitución» a los que homenajeamos cada 6 de diciembre, seguramente estarán muy orgullosos del trabajo realizado, del consenso alcanzado, pero aparcaron de oído. Recuperaron innecesariamente dudosos derechos históricos y no supieron valorar el alcance del fenómeno autonómico que dejaron abierto al albur de las necesidades electorales de cada momento. De aquellos polvos, estos lodos. Dice Guerra que llegar a acuerdos no fue una vergüenza, sino una hazaña, que la Constitución fue «un acta de paz». Yo hablaría de armisticio.

Lo anticipaba Henry Louis Mencken: «La democracia es el arte de manejar el circo desde la jaula de los simios».     



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