Sufrida Jerusalén

Con motivo de haberse cumplido los 70 años de la independencia del Estado moderno de Israel  - acontecimiento ocurrido el 14 de mayo de 1948 –,  la  fecha  ha dejado una estela de muertos y heridos en la franja que separa a  palestinos   y hebreos, siendo la mecha en esta nueva sazón  el traslado a Jerusalén, desde Tel Aviv,  de la embajada de Estados Unidos

Los dos pueblos están forzados a entenderse y, aún así,  retoña permanentemente el modo de no aceptar ninguna solución viable si no pasa por la destrucción de Israel a cuenta de un amplio sector  de la comunidad árabe. Esa es la realidad germinada en los albores de los conflictos: lo demás son matices, posturas, estirar un arruga y sembrar violencia  a granel.   La historia de los mosaicos en esa franja entre el Mediterráneo y las cumbres del Golán, no es de ayer. Comenzó hace 4.000 años con el patriarca Abraham, su hijo Isaac y su nieto Jacob. El primer libro del Génesis es un  testimonio fehaciente, no una fábula. 

Los judíos, a causa de una razón u otra a lo largo de su rocambolesca historia,  han sido subyugados por romanos, bizantinos, árabes, cristianos, mamelucos, otomanos, británicos y,  aún así, nunca han dejado los surcos de su heredad mayor adherida a su capital eterna: Jerusalén. 

Bajo el mandato de los ingleses,   se decidió en 1937 dividir el territorio al oeste del río Jordán en dos estados, uno judío y otro árabe. La Agencia Judía -  especie de gobierno-  autorizó inmediatamente la idea de la partición, mientras los islamitas se opusieron enérgicamente y así algunas organizaciones extremistas hablaron de lo que hoy aún siguen  expresando: “empujar a los hebreos hacia el mar”. Otros fueron y son más directos: “hacerles limaduras y desaparecerlos de la faz de la tierra”.

A tal causa el gobierno de Tel Aviv duda de la llamada “Hoja de Ruta” aprobada la primera vez  por Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia. El plan parecía  factible sobre el papel, no obstante,  la experiencia indicaba que si no se obtenía  de las  de las naciones árabes – Egipto sí lo hizo -  el reconocimiento de Israel como nación y se dispersaban los grupos terroristas empeñados en hacer que no exista ni un solo judío en Oriente Medio, todo lo escrito se volvería muy pronto un aguacero convertido en  una simple quimera.  

Israel si no es agredida – una acción bien premeditada - , no responde,   y aún así sería una  inmolación pedirles que no se defiendan de los ataques   perpetrados por el movimiento islamita radical Hamas en la zona de Gaza.  

El terrorismo es una  mesnada de fanáticos con miles de tentáculos, y si el mundo civilizado de ahora mismo no se enfrenta a esa barbarie, en cualquier santiamén regresaremos a los tiempos de las cavernas. 

Si aconteciera  en cualquier instante ese oscurecer espeluznante, entonces ya no habrá más baladas de ternura, aventuras, sonrisas, abrazos, aguas  cristalinas, mañanas claras o llenas de nubarrones, un sol luminoso ni una luna colmada. Solamente perenne vacío. Un proverbio árabe señala con sapiencia milenaria: “El hombre que perdona a sus enemigos haciéndoles bien, se parece al incienso que embalsama el fuego que le consume.” Cierto.

En la mayoría de los momentos de la vida, uno absuelve tanto como ama. Un día  escribimos - y alguien se estremeció en  dudas- que el único oficio de Dios es el de perdonar. Es innegable: no posee otro.  Además se comprende claramente sin reflexiones metafísicas. 

Sé poco de los conceptos hebraicos, a lo máximo lo arrancado de alguna que otra lectura, pero existe algo en esa antigua fe, en la forma ancestral de su riquísima liturgia, que me embelesa, envuelve mi deteriorado humanismo en una esponja y lo refresca.  

En una de mis visitas a Israel y acudiendo  al Kibutz Kfar Guiladi en la frontera del norte del país, unos colonos levantaron una hoguera y en un coro de regocijo unido por la camaradería, alguien rompió el aire con un balada popular. No recordamos todas las estrofas, algunas sí por el significado asumido tiempo después, aunque eso sea ya otra historia.

“El sol y el mar, / el pan y el mundo, / lo amargo y lo dulce: / dejemos atrás lo que hubo, / vivamos sólo en el canto.”

Parece una nimiedad y no lo es. Algo banal puede retener el barniz que seduzca a nuestros semejantes, y en esa envoltura, un diálogo entre perennes enemigos es algo igual a  la luz, el agua, la querencia y el pan nuestro de cada día para los que  aún creen en la necesidad de sostener, sin tregua,  los resortes de una tolerancia envuelta en paz que debería se ya ineludible.  



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