El fin de una era

La enorme variedad de medidas de restricción y recortes anunciadas el miércoles 11 por el Presidente del Gobierno, acordadas formalmente en el consejo de ministros del viernes 13 para que entren en vigor de forma inmediata algunas de ellas, dentro de unos meses otras, varias tras su paso por el Parlamento, representan el fin de una larga era que podemos acordar se extiende desde la Transición hasta el período comprendido entre mayo de 2010 (primeros recortes de Zapatero) y este mes de julio de 2012, que vendría a suponer el cierre definitivo de esa era, caracterizada, grosso modo, por la conciencia de que las prestaciones del estado seguirían creciendo de forma indefinida, de que, con más o menos saltos, el nivel de renta siempre iría progresando y de que las llamadas «conquistas sociales» o «derechos» (indemnizaciones de despido, cobertura de paro, asistencia social…) eran irreversibles. La percepción de que todo ello era un suelo inamovible se ha evaporado, y, lo que es peor, frente a esa seguridad anterior se ha instalado la conciencia de que desconocemos dónde se va a situar el próximo suelo, o, en términos más dramáticos, hasta dónde va a llegar la caída. 

 

 

Se puede asegurar, además, que difícilmente habrá en el futuro una rectificación de lo más sustancial de las recientes cercenaduras, gobierne quien gobierne y sea cual sea la bonanza económica. Al margen ya de los desempleados y, sobre todo, de los desempleados sin protección —cuya situación es dramática, evidentemente—, desde este mes de julio los españoles seremos todos más pobres (por el IVA), los funcionarios aún peor pagados y con peores condiciones de trabajo, los parados con prestación de desempleo tendrán asegurado un colchón (o una comodidad, en algunos casos) por menos tiempo.

 

Teniendo por segura, pues, la irreversibilidad de lo sustancial de estas medidas (repito: gobierne quien gobierne en el futuro y sea cual sea la coyuntura), las preguntas se ciernen ahora sobre su utilidad, esto es, sobre la eficacia en relación con los objetivos para los cuales se toman.

 

En primer lugar, ¿servirán para poder financiarnos a menos costo, ya sea por la propia decisión de los inversores particulares, ya por la intervención del Banco Central Europeo? En segundo, ¿serán útiles para activar el motor de la economía y crear empleo? No se me olvida que, al respecto de este segundo objetivo, esas medidas no son suficientes (aunque, sobre todo, en cuanto que están en relación con el primer objetivo, son exigidas), ni tampoco que se han tomado otras medidas destinadas a estimular la actividad y el empleo y que se dispondrán otras. Pero, repito, ese es el objetivo fundamental de las mismas. Si eso no se logra, para nada habrán servido ni recortes de prestaciones ni subidas de impuestos.

         No quedará entonces más camino que un nuevo ajuste y, seguramente, la intervención —que no es más que un ajuste a lo bruto hecho desde fuera—.

Pero tengamos en cuenta que, dada la escasa competitividad de nuestra economía en tantos sectores (nuestra escasa capacidad de innovación, el lastre que nos va a suponer siempre nuestra pertenencia al euro en relación con la economía productiva y la ocupación del mercado interior por nuestros productos), a lo mejor es hora de ir suponiendo qué despeñadero es mejor, si aquel por el que continuaríamos cayendo de no tener efecto estas medidas (hasta que, tal vez, nos arrojasen del euro o nos redujesen a un salario medio ínfimo) o el salto en el vacío que nos supondría salirnos del euro.

 

         Porque, en esa hipótesis nefasta, la de empobrecerse sin obtener fruto colectivo de ello, más valdrá ponerse a pensar en salir del euro para poder tener una política propia que pueda crear riqueza y empleo.



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