Tiempo de reflexión

Las noticias referentes a la forma en que se transborda la política hacia la pandemia del Coronavirus,  son nefastas y establecen desasosiego. España, el terruño  en que vegeto más que vivo – lo señalo siempre al ser una verdad completa - , no ha  estado a la altura que requiere el tajante  mazazo recibido.

El conocido historiador Max Hastings, cuya entrevista he leído estos días en un suplemento del diario El Mundo,  periodista y divulgador histórico británico, ha dicho unas palabras que reflejan la situación: “Los políticos occidentales son increíblemente incompetentes”, y pide coraje, voluntad y sentido común ante el  escenario  que posee  ramalazos apocalípticos.  Y añade algo que debe hacer recapacitar en estas tierras europeas de sólidas raíces cristianas:

“Nuestros antepasados tenían temor a Dios, algo de lo que la humanidad actual se ha desprendido casi por completo”. Y cierra su  reflexión con un claro dictamen: “Las secuencias económicas de la crisis  sanitaria afectarán a toda una generación”.

La reciente  historia humana está ahí, patente,   y puede ser agitada para no olvidarla, ya que asumimos  la creencia de que las pestilencias de los ponzoñosos virus eran castigos de un pasado cruel y  horrendo. Esta realidad  resurgirlo nuevamente en el actual siglo XXI, cuando la ciencia nos hacían estar al tanto de los secretos que representan una  protección infranqueable, aunque el virus 2019 nos tomó de sorpresa a pesar de estar repuntando entonces en China con fuerza. 

 Apenas recordábamos la “peste negra”, atroz y devastadora en  la historia  humana entre 1347 y 1353. Ella sola desangró a un tercio de la población europea, dejando desolación, nuevas enfermedades, hambruna   y crueldades  inimaginables.

A partir de aquel recuerdo traumático se creyó que terminaba  el  fin de los tiempos al escuchar las trompetas de Jericó que,  tras derrumbar las murallas de Jerusalén,  harían lo mismo con el resto de las ciudades colmadas  de vilipendios  tras sus agraviantes desprecios contra el Dios de  Abraham

Tiempo más tarde, a manera de  letanías fragmentadas, llegaron sucesivas epidemias con los  horrores atroces de  la viruela, rabia, escarlatina, sarampión y la patibularia “gripe española”,   que llevó sobre el carretón infernal del dios Tánatos,   a millones de seres humanos aguijoneados.

No hubo certeza clara al principio del tiempo que la purulencia, esos microbios perversos, representaban  la mayor pesadilla  recubierta de zozobra y desdicha,  extendida  sobre  el planeta.

Actualmente, cuando creíamos que algunas de esas ponzoñas  estaban  derrotadas – ejemplo, la tuberculosis, la gripe – renacen de sus residuos con más arrebato y  fuerza.

Ante  esas calamidades temibles, alguien expresó  desde un pulpito de manera desgarrada: “Vivimos en  el planeta de los horrores, pero no lo queremos saber porque preferimos estar ciegos y ser insensibles al dolor humano. Estamos haciendo del pánico nuestro compañero diario y nos solazamos con él.”

Cada persona por sí misma paga la equivocación de un absurdo cruel, y ese sufrimiento ceñido  sobre cataclismos y enfermedades brutales, es parte de la gran bofetada del destino. 

Y sería   más dolorosa  esa  destrozada ausencia, si no volvieran en ningún tiempo a  surgir entre nosotros, anodinos humanos,  unos genios superiores  cuyos nombres son inmortales:  Miguel Ángel, Dante, Darwin o Cristo, los mismos que nos ayudaron a conocer todo arte elevado, la brisa  sosegada del amor desprendido, y el  aroma  dulcificado sobre de las flores y sus  enramadas.



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