Plantar un árbol

En  la espesura  del “Bosque Simón Bolívar”  cercano a la ciudad de Jerusalén,  hay un árbol plantado a nuestro nombre. Ante ese augurio nuestra naturaleza humana ha podido cumplir dos de las tres misiones hieráticas que todo ser humano debiera hacer a lo largo de su camino  terrenal:

Tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro.

El primer parabién, asumir la creación de una savia nueva,  el destino ha preferido no concedérnosla.

El boscaje se alza en los Montes de Judea  y los primeros árboles se plantaron en octubre de 1955. El Keren Kayemet LeIsrael, organismo de conservación creado  en el marco del V Congreso Sionista en Basilea al principio del pasado siglo, se marcó como meta ineludible adquirir y repoblar Palestina – en esos años bajo dominio otomano –  abriendo cauces  para el retorno del Pueblo Judío a su raíces ancestrales y dando así el primer paso hacia la creación del Estado de Israel. 

En poco años levantaron un inmenso manto vegetal  al conseguir plantar  millones de árboles, embalses, diques,  y con ellos hacer que el agua, la necesidad más apremiante de aquel territorio ajado, fueran el don más considerado  en un territorio desecado durante siglos.

En  la verde extensión  que el viajero encuentra saliendo del aeropuerto David Ben-Gurión y sube por una amplia autopista hacia la Ciudad Santa de cristianos, judíos y musulmanes, contempla un paisaje placentero en cuyos altozanos las historias bíblicas rezuma evocaciones  místicas.

Sobre esa extensión de espesura se posa  una frase del profeta  Isaías: “Porque según los días de los árboles serán los días de mi pueblo”.

No soy judío, sino cristiano de vieja data, es decir cubierto de  sayón, cirio y rumiantes súplicas sobre la comisura de los labios, pero el mosaísmo nos impresiona por lo que tiene de humanismo atávico, esa fuerza sorprendente para mantener, aún por encima  de la propia expiración, las tradiciones ancestrales que son la esencia viva de un pueblo  inconmensurable. Es necesario recordarlo: Sin soporte del pasado, el futuro  termina convirtiéndose en carcoma.

Y aquí se engrandecen  los preceptos  que bajó Moisés del Monte Sinaí.

Los Diez Mandamientos inmutables  han sido transmitidos a través de una continua cadena vivencial por generaciones.

En una época en que la tecnología lo es todo,  el  hombre se aferra cada día más a los valores que surgen de la esencia humanística del propio ser.

 Largo recorrido hasta llegar al meollo de la crónica: los palestinos están adquiriendo, con dinero saudita, tierras en Jerusalén al necesitar la esencia del terrón, la piedra y hasta el polvo para que su propio pasado no se disipe. Han vivido unidos a  los mosaicos, sin contrariedades,  miles de años. Los enfrentamientos son recientes en el tiempo, pero han asimilado de los israelitas algo vital: la tierra, aunque sea pequeña, hace a un pueblo al estar en ella la sangre de la memoria.

 Las heredades adquiridas están en el Valle del Cedrún, donde en la antigüedad sólo los leprosos se dignaban habitarlas. Hacia el lado oriental las enclaustra el cementerio judío del Monte de los Olivos. A los pies de las murallas de la ciudad vieja el camposanto musulmán y al norte se yerguen las tumbas de Zacarías y Absalom. Es decir, la tradición bíblica de los siglos.

Y es que esos yermos unen inexorablemente a judíos y cananeos.



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