Tensión política insoportable

La tensión política del país se está elevando a parámetros de alta peligrosidad. Si ya llevamos sufriendo los hachazos de la crisis, de la tragedia de los millones de parados, de la alarmante cifra en ascenso de los españoles que ingresan en los últimos escalones de la pobreza, de la larga travesía del desierto, sin brotes ni luces al final del túnel, además, por si fuera poco para el aguante  ciudadano, nos estalla la tensión política.

Como nunca como ahora mismo, necesitamos aunar esfuerzos y concentrarnos juntos en resolver nuestros graves problemas, no ya de bienestar sino de supervivencia, y sin embargo se reabre la cuestión nacional volviendo una vez más a plantearse la propia existencia de España como estado unitario y nación de todos los españoles. La masiva manifestación en Barcelona el pasado día 11 ha sacudido a la opinión pública, quizás incluso con mayor profundidad que a los políticos.

La virulencia secesionista se ha planteado más allá del oportunismo de una reclamación en torno a la financiación presupuestaria. Arthur Mas ha traspasado todas las líneas rojas y aunque no haya expuesto la hoja de ruta para alcanzar la independencia, no hay que descartar que ésta tenga ya modos y fechas. De momento acaba de lanzar la voluntad de convocar un referéndum, añadiendo así nuevos elementos de tensión.

Ante este preocupante escenario cabe preguntarse qué hacemos y cuál es la reacción del Gobierno ante esta situación. Que se sepa, hasta ahora la respuesta ha sido de mínima intensidad. Las declaraciones se han limitado a especular con el grado de deterioro económico que sufrirían los catalanes si optan por vivir por su cuenta. Algunos se han dedicado a explicar errores históricos y a considerar que todo queda reducido a un chantaje oportunista que se solucionará con algunas mejoras en la financiación autonómica.

Desgraciadamente no parece que sean remedios válidos para el verdadero cáncer que ha entrado con fuerza en toda nuestra estructura como país. El nacionalismo catalán y dentro de pocas semanas, el nacionalismo vasco, han dejado seriamente tocado el modelo constitucional que nos dimos en 1978. Artur Mas lo ha dicho claramente: “La Constitución no ha satisfecho las aspiraciones de Cataluña” y añade que Cataluña inicia su propia Transición. Es triste reconocer que el modelo que buscó acabar con los pretendidos agravios diferenciales, ha hecho aguas y no porque naciese viciado de origen sino por el modo en que fue desarrollándose por los políticos de turno.

Hay que culparlo a nuestra clase política, de todas las ideologías, por la perversión que hicieron del auténtico espíritu de la Transición. Con tal de mantenerse en el poder, políticos y dirigentes fueron desmontando el Estado mucho más allá de lo que requería una conveniente descentralización. En su locura han propiciado no diecisiete autonomías sino diecisiete miniestados que se disputan protagonismo identitario y tirando por la borda cualquier principio de solidaridad, sólo demandado por las comunidades más débiles.

Se confiaba en que los dos grandes partidos de base nacional, el PP y PSOE, servirían para mantener la armadura sustancial de la Constitución, pero ambos flaquearon y continúan anteponiendo intereses propios de la partitocracia.

Los dos grandes partidos, los que por definición están llamados a ser guardianes de los principios básicos de la Constitución, parece que hoy representa a una casta política muy distinta a la que dio origen a la Transición. A ellos hay que pedirles cuentas y exigirles que juntos, PP y PSOE, encaucen el esperpento de ahora

 



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