La riqueza musical asturiana

El Muséu del Pueblu d’Asturies (nombre en asturiano que, por cierto, se debe a la iniciativa de quien esto firma) acaba de dar a la luz una magnífica edición (libro con textos y comentarios, dos cedés) de las grabaciones que en 1952 realizó en Asturies el etnomusicólogo estadounidense Alan Lomax recogiendo nuestro folklore. Su publicación es una magnífica ocasión para repasar algunos de los aspectos destacados de nuestra cultura musical tradicional.

Sin duda, lo primero que advertirá el profano será la presencia de numerosos temas, letras y géneros que constituyen el acervo más conocido, esto es, el más popular y cantado­. Así, empezando por los géneros, les vaqueires, de las que hay varias muestras, tal la conocidísima «Vaqueirina, vaqueira, / ofrecisteme un querer; nun se t’olvide prenda…», o la que entama «Tengo los güechus inchaus / de mirar a la montaña. / De ver si veu venire / el mi amor de L’Habana», cuya interpretación realiza, por cierto, como otras, el historiador Juan Uría Ríu.

En cuanto a aquellas que tienen por tema la mina, la popular «Los mineros del Fondón», que canta «El Presi», o aquella maravilla de tonada que consigue despertar la emoción con la desnuda mención de los tayos: «De Llaviana a Carbayín, / ¡viva la xente minera! / ¡Pumarabule y Candín, / Saús y La Mosquitera!» No faltan, claro es, canciones aún más populares, «de chigre» diríamos, como les xirandiyes de «La casa del señor cura / nunca la vi como ahora», o el «Dale la vuelta, Pepe, / dale la vuelta».

Hemos citado a dos cantores muy especiales entre aquellos de quienes en 1952 Lomax recogió testimonios, pero la mayoría de los informantes / ejecutantes son gentes no profesionales, mujeres y hombres de diversas partes de Asturies, alguno  de los cuales, como Florinda Suárez, nos provoca un surtíu de emoción al saber que en el 2003, recuerda, ante una de las responsables de la edición de las grabaciones del folklorista, la visita del mismo en 1952 y canta ante ella, otra vez, «Les barandielles del puente».

Pero no es mi propósito hacer aquí un resumen de la publicación, sino otro. En primer lugar, señalar el extraordinario patrimonio de nuestro acervo musical tradicional y popular. Es cierto que una parte importante de él es común —con sus matices— con el de otras regiones geográficas de la Península. Sin ir más lejos, por ejemplo, la segunda parte de nuestro himno nacional, es un tema —y letra— que se puede encontrar en la vecina Cantabria, ya en su forma literal, ya en una versión semejante, aunque con más sentido: «Tengo de subir al árbol, / tengo de subir arriba, / a coger una naranja / pa la prenda de mi vida. / La naranja nació verde, / el tiempo la maduró, / mi corazón nació libre / y el tuyo le aficionó.»). Pero esa comunidad no quita un ápice a la asturianidad de aquellas canciones que aquí se han cantado, modificado y, sobre todo, conservado vivas.

Ahora bien, más allá de esos elementos comunes con otras regiones peninsulares, Asturies tiene singularidades excepcionales. Por un decir, ese extraordinario arcaísmo compositivo, por su carácter melódico y escritural, que es la danza prima, a la que Menéndez Pidal calificó, por cierto, de «danza nacional de los asturianos» (y ya ven ustedes, a propósito de las palabras del sabio de raigón payariegu, cómo los tiempos modernos nos han traído no solo la cursilería del lenguaje «políticamente correcto», sino la pudibundez estúpida del pensamiento anatematizante); y, cómo no, la tonada o asturianada, ese extraordinario género, tan peculiar como difícil de ejecutar con calidad.

Sin duda, otras naciones serían capaces de dar otro trato más noble a su acervo, una proyección más universal del mismo. No hay más que pensar, por ejemplo, en el trato que Andalucía ha dado al flamenco y la estima y valoración que ha conseguido para él. Aquí, pese a lo que se ha avanzado en las dos últimas décadas en el tratamiento y publicitación del género, es considerado todavía como una cuestión peculiar de un grupo particular de asturianos, más o menos amplio, y su aprecio, difusión, estudio, valoración y proyección exterior no tienen ni soporte institucional ni consideración, fuera, en este último aspecto, de en pequeños grupos.

Y, a propósito de ello, podríamos señalar la ausencia de un plan decidido y prestigioso que impulse en la escuela el conocimiento de nuestra música tradicional, su valoración estética y su conservación cantada. Porque, al margen de algunos meritorísimos esfuerzos individuales, la mayoría de los planes de estudios no pasan de incluir una mención a esa materia, mención que, luego, no suele tener mayor traducción práctica.

En esas carencias —estima social, apoyo institucional consistente, transmisión a las nuevas generaciones, proyección exterior— se manifiesta, una vez más, nuestra falta de amor a lo que somos y hemos heredado, nuestro cierto complejo de identidad o menosprecio para nuestra riqueza cultural e histórica, nuestra falta de voluntad para constituirnos como una comunidad con sentido de venir del pasado, de agrandar ese pasado en el presente y de aprestarnos para el futuro.

Y no crean que ello son asuntos sólo relacionados con la cultura o la emoción: es la otra parte de nuestra permanente crisis, de nuestra parálisis económica, de la dolorosa y acelerada emigración de nuestros jóvenes.



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