Doliente tiempo

El drama  del virus que todos padecemos con trazas apocalípticas, será un continuo sendero de turbaciones y extendida  angustia.

La Parca nos mira indiferente. Ella sabe lo que es cruzar ese averno, el inframundo del que tanto nos habló Dante Alighieri. 

 Paul Auster abre su novela “Brooklyn Follies” con una frase corta que, tras 310 páginas de prosa fluida,  se desdobla en la moraleja de una perspectiva: “Estaba buscando un sitio tranquilo para morir”.  No lo consiguió, tal vez debido a los  pasmosos pasos duros  en esas calles de Brooklyn en las que trascurrió su telúrica niñez.

 En momentos como los actuales,  uno piensa que la realidad, tal como la conocemos,  es la propia subsistencia  que nos lleva hacia los misterios de la incomprensible  existencia.

 ¿Qué fundamento profundo es nuestra presencia humana? Un arcano sin duda ante todas las religiones que han venido prometido un cielo bienhechor y a su vez el averno.

(Un paréntesis sobre las epidemias  que en los últimos años han inundado de sufrimiento a la humanidad acongojada.

 Unas 700.000 vidas arrastra cada año el virus del Sida; 400.000 el de la hepatitis C. Las fiebres hemorrágicas causadas por el Ébola han  dejado unas 20.000 muertes hasta los momentos. La toxina de la viruela terminó con la existencia de millones de personas hasta que se erradicó en el año 1980. El síntoma respiratorio que genera el virus de la gripe provoca  unos 650.000 fallecimientos cada año. Y  ahora el  miasma del Coronavirus que nos persigue con la guadaña de la muerte dejando sobre el planeta miles de fallecimientos).  

Sobre estos relámpagos tan confusos se esparce un estremecimiento apesadumbrado en todos los sectores, ya que la actual pandemia no distingue, como en otras épocas, de clase sociales, donde la pobreza, la falta de servicios hospitalarios y  las míseras viviendas,  eran el foco perfecto en que los contagios hacían su labor más hendida.

Cada ser humano debería ser capaz  de empujar el carro de su vida de la mejor forma posible, ya que ella es la única posesión real entre pudientes  o desdichados.

No hace mucho tiempo aún,  la medicina  se limitaba a hacer sangrías   y colocar lavativas, algo que actualmente ha quedado en buena parte del planeta en el recuerdo.  Nunca más cierto que la ciencia médica ha avanzado una barbaridad, y para bien.

Y con ese bamboleo, nos hallamos angustiados ante ese avance enloquecedor que nos enfrenta  a  una calamidad inconmensurable. La cifra de víctimas diarias del Coronavirus nos ofrece  un contexto arduo que, al ser  tan demencial, el sufrimiento se esparce cual marabunta entre todas las parcelas  humanas.

 Está taladrado en unas piedras  bíblicas: Nadie le gana al destino.

Y ese hado inevitable  concibió  los enredos para confundirnos, a la vez que  azuzó cada brizna de nuestra desgarrada presencia,  para que hagamos  frente a céfiros perversos  revestidos de contagios exterminadores.

Ardua tarea,  cuando al  resuello que nos atosiga  parece llegar del mismo cielo protector.

 



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