Aquella Venezuela

El tiempo que envuelve nuestra existencia nos habitúa a saber  que hemos intentado cruzar, una y muchas veces, el sendero de diciembre, mes de la cristiandad  envuelto en  pavonadas  con  un  deseo  de permanencia en cualquier recodo.   

  Llegó el último mes del año y con él el sortilegio que envuelve las navidades, sin faltar  bagatelas hasta en las azoteas de las viviendas, basura a espuertas y una violencia desamarrada que hace de Caracas una de las ciudad más temibles de Latinoamérica.

Cuando al transcurrir de los años se estudie nuestra problemática social, se conocerá  tal vez el final; nosotros ahora mismo, introducidos en sus avatares, protagonistas a la fuerza  de los sucesos, la soportamos. No hay camino definido. Muchos tendrán gestos patrióticos y hasta sublimes;  otros no. Al ser nosotros de los últimos, nos limitaremos a  hacer canalillos para el aliento y, en lo posible, seguir viviendo.

 A balance de esa causa, uno sencillamente  narra historias, las escribe en una cuartilla y las lanza al voleo del viento cual hojas mustias y secas de otoño.

 En la Venezuela actual, la de nuestras afinidades, no tenemos un lugar bucólico en ninguna ciudad, pueblo o caserío – con honrosas excepciones – donde el espíritu pueda  remontarse. Somos rehenes de la politiquería y el hampa. El único consuelo es encerrarnos a cal y canto en los centros comerciales atiborrados de vitrinas vacías en busca  de una posible seguridad.

 Si el espíritu de la Navidad nos concediera  la merced de poder andar a paso de gorrión de casero vuelo, tal  vez pudiéramos regresar al encuentro de un noble letargo interior.

El miedo creó a los dioses, y al no poder ni peregrinar,  no vamos olvidando de los otros, de  los seres que no tienen ni donde reposar su cabeza. Hablo de la emigración, el drama  más desalmado y espeluznante que ha padecido  durante toda su existencia la propia raza humana.

Ante esa situación preexiste algo  sobre lo que pocas veces recapacitamos: los otros, aquellos que buscan un lugar  donde reposar sus cansancios, y son el reflejo de todos nosotros: los venezolanos perpetuo destierro.

Cada uno ha nacido del vientre de la madre tierra. De ella salimos y hacia su regazo transitamos tan desguarnecidos como hemos venido. Nadie  llega a los círculos de Dante con unas monedas de oro, incienso o mirra entre sus manos.

Y es así  al filo del vivir que se  abre al último mes del año,  cuando  se tejen briznas de morriña que se van  envolviendo, mientras surge   una interrogación: ¿Somos cada uno de nosotros algo más que sangre y piel?

Y la respuesta se halla  sobre la comisura de las membranas. Solamente tenemos que hurgar un poco sobre las  emociones donde reposa el afecto hacia los demás seres que nos rodean.

Sí, somos más de lo que  aparentamos:  una afinidad exuberante y cercana a nuestro semejantes;  manos extendidas al que solicita ayuda, ternura a granel, sonrisas limpias, nobleza, amistad imperecedera, preocupación hacia todo ser que sufre, se halla solo, perdido y desamparado. Ejemplo inmediato: cada  desplazado que  toca nuestras fronteras   o llega a los arrecifes, también es un ser humano.

No es la primera vez que hemos hablado de esas  desazones al ser inmigrantes de larga data.

Cada expatriación es  un rompimiento que nos va alejando del recodo materno, nos  convierte en amasijos,  y nos moldea malamente  para  surcar el mar  de las aflicciones envueltas en piélagos  agrios.

Lo  ha dicho un nómada: “Emigrar es siempre desmantelar el centro del mundo, y mudarnos a uno de sus fragmentos, a uno solo y desorientado”.

En ese maremágnum  envolvente nos seguimos hallando lejos de esa tierra venezolana.  



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