Alcázares y dunas

Durante unos  años, el desierto del Sahara Occidental  formó parte de nuestra  existencia mezclada de vientos  lanzando el siroco dentro de  los cuencos con  leche de dromedaria. 

A partir de entonces estamos cimentados de una arena  que ha  moldeado nuestro  carácter y, aún siendo taciturno, es ahora  más  tolerante debido quizás a la extenuación de la edad.  

¡Cuánta remembranza! Otra vez mirando  el céfiro desmelenado y la sorprendente serranía del Atlas. Igual a otras mañanas, hablamos de anhelos depositados en el suelo de la  manta de dormir  en un recodo del río seco, lugar en que las gacelas siguen buscando  la frescura  de las primeras brumas de la noche estrellada.

Ese olor a té verde lo conocemos; el espíritu  está impregnado de él, saborea el relente de la piel y adormece con suavidad  los párpados.

A partir de cosechas inmemoriales, las tribus  bereberes venidas de las estribaciones de las cumbres y el desierto  bajan hacia Amara – Alá bendiga la ciudadela santa de los “hombres azules” -, se sientan a descansar al conjuro de los suntuosos alcázares y las murallas que circundan el parque  Abdel Salaam  y la puerta Aidi Fib.  Cada año, ya en época del gran Mulay Ismail, descendientes jerifianos  del profeta Mahoma rendían pleitesía a los sultanes de Marrakech y colocaban bajo su protección a las distintas tribus  nómadas de la misteriosa región, tan extraña y profunda como un cuento de Paul Bowles al  desgarro del  antiguo “Café  Glaciar”, con su galería única hacia la plaza  Jemaa el Fna - conocida como “Asamblea de los muertos” -  un mosaico del mundo humano de Marruecos,  en el que una inmensidad de tenderetes ofrecen lo inimaginable dentro de una barahúnda organizada.

En Jemaa el Fna todo se consigue. Es un espectáculo imponderable, asombroso. Allí se acude sentir, palpar, absorber, degustar platos rebosantes de especies, saborear té de menta, escuchar músicos improvisados  y pasmarse ante unos monos remontando a nuestra espalda o serpientes adormiladas que un flautín hace subir del suelo empolvado.  

Al presente, sus matices, el cuadro de irisaciones se vuelve similar  y  a la vez diferente. O quizás ya no sean igual las reminiscencias turbadoras, al ser sombras reales o inventadas. Nadie  trasmuta la plaza,  ella sigue ahí convertida en algarabía bulliciosa.

Estando en ella uno se embulle en su mundo absoluto, relámpago que obliga a escuchar las más pasmosas historias de Aladino o Simbad el Marino; ver aguadores de coloridos atuendos y añejas adivinadoras con cartas de Beirut, mientras doradas turistas nórdicas idealizan  con ser raptadas por  un mercader de esclavos y  llevadas a disfrutar una luna  de lujuria en los aposentos del hotel  La Mamounia,  en donde cada una de ellas será una nueva   Sherezade del serrallo.  



Dejar un comentario

captcha