La piedra de Sísifo

Lo hemos dicho una y otra vez: somos autores de un solo artículo en todos estos años de supervivencia. La empinada  cuesta del vivir  es demasiado  dura para un hombre solo. Necesitamos refuerzos. 

Hay personas  - quizás las menos - que sin  apoyo de nadie han realizado tareas extraordinarias.  El resto, la mayoría, en nuestra la lucha cotidiana, necesitamos, como el lisiado, apuntalarnos  en algo tangible: casi siempre la experiencia y el dolor  de los que nos han precedido en esta singladura en el que Sísifo hace rodar la piedra una y otra vez.

Günter Grass  decía: “Comulgo con el Sísifo de Camus: él sabe que cuando ha subido la piedra hasta la cima de la montaña, la piedra rodará ladera abajo, ¡pero no se siente infeliz por ello! Nuestra vida es hacer rodar esa piedra”

He intentado asimilar esas palabras uniéndolas a una realidad: La esperanza, y en medio, el  momento en que una mujer, y solamente ella con el alumbramiento de una criatura, se alza contra la sin razón  o el pedrusco de Sísifo, cuando  llega el primer llanto del germen de sus entrañas que será siempre comparable al gesto salvador de  un Cristo.

  La  muchacha que  un gañan dejó embarazada, y llevó durante nueves meses  esa tempestad de leche cuajada  mientras un calor le hacía cosquilleos en los ojos, ha vuelto a quedar encinta, al haber ventarrones que permanentemente se introducen entre las rendijas de la carne y hacen allí su nido.

En más de una ocasión, al cruzar a nuestro lado la muchacha en esta calle valenciana  en la que hemos varado, intentamos comentarle  que la vida es bella a causa de cosas tan maravillosas que suceden  dentro de la piel de la mujer. Ella posiblemente no sepa que las ilusiones del cotidiano existir pueden  crear una brizna de vida que solamente una mujer, cual un dios, puede realizarlo.

La  maternidad es el único erario que la mujer hace suyo, y aunque alguna vez la carne azulada en el útero llegue de la mano de la efusión, no el amor compartido, las palabras se hacen un nudo en la garganta cuando uno se enfrenta a un recién nacido, esplendor de todo lo creado.

  Recuerdo  lejanas, brumosas, la palabras de madre a la hermana amada la primera vez que parió un hijo y que uno suele repetir con frecuencia en sucesos tan frecuentes como el de ahora: “Hay cardos en flor hirientes y punzantes, otros casi angelicales y brumosos, pero un embarazo es la mayor sinfonía de la vida, el canto matutino de la esperanza,  la  verdadera razón de que Dios exista”.

  Y regresamos Albert Camus, el ateo creyente: “Jamás he podido renunciar a la luz, a la felicidad de existir”.   Es decir a la vida inmensa, sublime, única e irrepetible en cada uno.

 Y eso concretaba el escritor sobre su madre en la ciudad argelina de su infancia, cuando le contaba ella  lo que había sido su vida y su carne, esa existencia humilde, ignorante y obstinada para poder salir de las sombras, y  donde el autor de “El extranjero”, “Calígula” o  “El primer hombre”,  había comenzando las singladuras de su propio sentido de las envolturas humanas.

Ante el doblar de la vida en cuyo punto álgido me hallo, tengo una certeza:  Cada uno de nosotros seguimos atados inquebrantablemente al cordón  umbilical de la maternidad, esa hebra que nos mantienen esperanzados contra todos los vientos alicaídos aún por encima del eterno olvido o el no retorno.

 

 



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