Hemos sido jóvenes

 

 

Años que no regresaba a la ciudad de Burdeos. La primera vez lo hicimos  siguiendo la ruta de los juglares o comediantes, a representar con un grupo de jóvenes ilusos – y en ese período feliz, serlo era vivir -  la obra lorquiana “La casa de Bernarda Alba”.

 Y  ahora, el andariego volvía a estas tierras de Aquitania, cara al Garona, sobre la barandilla del Bulevar de Luis XVIII, contemplando, entre una espesa bruma, al muchacho de rostro bermejo y embobado, al ser Francia entonces el anhelo fantaseado  de cualquier imberbe de la España del oscurantismo y  el pan negro.

Nos envolvían los sopores de la posguerra civil,  y la esperanza acumulada  se centraba en cruzar los Pirineos. Anduvimos de pueblo en pueblo  al paso de zíngaros ambulantes sin oficio, hasta llegar a París. A partir de entonces, sin que la ciudad lo sepa, Burdeos es el primer camino de vericuetos tatuado en nuestra alma somnolienta.

Expresó el dramaturgo:”Tome Versalles, añádale Amberes y obtendrá Burdeos”. Esto, con un vino de Chateau Haut-Bergey - entre los muchos macerados a lo largo del valle de Dordoña -  refleja la idiosincrasia de esta metrópoli levantada sobre piedras talladas hecha historia.

Francisco de Goya,  huyendo de Madrid entre brañas, escapando de la represión absolutista, recibió refugio en estos labrantíos. Allí  plasmó, en homenaje a una tierra campestre hasta el tuétano, su lienzo “La lechera de Burdeos”,   ahora  colgado en el Museo del Prado.

¿Y qué hicimos en la ciudad? Oficialmente visitar el complejo industrial de Dassault, planta en la que se diseñan, con diversificada tecnología, los aviones cazabombarderos Mirage y otros soberanos de las alturas, entre ellos los trireactores Falcon.

Lo sentimos: en la visita una sola verdad: acudimos como Marcel Proust, al encuentro del tiempo perdido, buscando el pasado sentados durante horas en el “Café Francais”, frente a la plaza  de la catedral de San Andrés.

Ya en la noche, camino de la estación de Saint-Jean, intentando   regresar en  un tren  de alta velocidad a París, nos paralizamos frente al Gran Teatro, sin duda uno los más bellos recintos de Francia. Rodeado exteriormente de impresionantes columnas, posee en su interior una escalera idéntica a la de la Opera parisina.

Añadas por medio, subió hacia ella el tembloroso rapazuelo  pasmado del refinamiento estilo Luis XVI, impresionándose al  conocer la obra más concluyente sobre el poder, las ambiciones y las dudas: “Velpone”.

No hay titubeo: hemos sido jóvenes alguna vez.

Cruzando la Plaza de Jean Jaures, bajamos a la orilla del río, y transitamos  sus orillas lanzado sensibles susurros  a la urbe de  las primeras querencias, presintiendo algo certero: será quizás  la última vez que la veamos, al estar Burdeos a desmano de nuestros últimos atajos de la vida.

Píndaro nos ayuda en la despedida: “El hombre es la sombra de un  sueño”.

 

 



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