Releer la vida

Hago en el presente lo que vengo realizando  hace años: releer los libros que me han ido marcado de una manera u otra a lo largo de la existencia. Reviso solapadamente, o solamente repaso, poca literatura actual. Cruzado el vértice de la existencia, el pasado me sostiene el presente.

 

Llevo años intentando introducirme en las páginas  de “Antagonía”, el grueso volumen de Luis Goytisolo  - casi 1200 hojas; brillantes unas, enredadas otras, las más un pasmo confuso –   y parece que no las  finalizaré nunca.

 

Hay opiniones allí  compartidas a medias, otras no; vapulear por ejemplo a Gabriel García Márquez  o decir que “Tierra Nostra” del mexicano Carlos Fuentes se debería llamar “Lata nostra”, mientras  otros escritores  le repulsan, tiene en nosotros  un rechazo quizás más emotivo que literario, aunque lo segundo sea brillante y asombroso.

 

Siendo nuestro acervo material una pequeña biblioteca formada durante años con inusitado ardor en Venezuela, la obligante necesidad de abandonarla,  ante el abusivo coste del transporte hacia España,  nos ha dejado desguarnecidos intrínsecamente.

 

Hace unos días, en Valencia, cara al mar de las civilizaciones, y ya descansando  del ajetreo que representa una mudanza, rebuscamos el libro “En esto creo” de  Carlos Fuentes, a modo de asentarnos en la Malvarrosa levantina arrinconada en  los ojos  del andariego que regresó lacerado  a su encuentro  cuatro décadas más tarde.

 

Comienza por la A de amistad y finaliza en la Z de Zurich, la ciudad Suiza que, como a Jorge Luis Borges, en cierta forma le forjó en el conocimiento positivista sin convertirlo  “en reloj de cucú”, pero sí le ayudó a comprender las convulsiones atormentadas de Calvino, y entender la pasión de su admirado Thomas Mann hacia el deseo de un cuerpo joven con aliento encendido.

 

Sucedió una noche frente al lago Leman convertido en la playa Lido de “Muerte en Venecia”, cuando el demacrado profesor Aachenbach, corriéndole el tinte del pelo sobre el rostro, observa con fogosidad inflamada la última visión atormentada del sexual joven Tadzio.

 

En mitad de ese recorrido nos frenamos en la voz Revolución.

 

Creo firmemente con los años -y he cruzado el Rubicón de mi propia supervivencia - que solamente a un alborotador de alarde, Jesús de Galilea, valió la pena seguirlo, ya que como dice el propio mexicano, es el verdadero “corrector de pruebas de la vida humana”.

 

 Habiendo coexistido años bajo las espuelas castrenses de Hugo Chávez,  ese personaje de la Sedición Bolivariana, hoy enfermo de cuidado en una cama secuestrada en La Habana,  nos demuestra que seguimos sin aprender nada de la historia; cada gobernante necesita inventar sus mitos para no caer del pedestal donde se apoya insolente.


 Comenzaron haciéndolo los reyes míticos de Micenas y hasta el día de hoy es el mismo argumento fingido o soñado en  Agamenón y Homero.
Uno aprende poco y el pueblo, con frecuencia, menos; éste suele correr iluso, cual  viento en desbandada, tras palabras inflamadas, y cuando trasluce el desastre e intenta retornar de sus pasos dilapidados, el regreso se torna senda  hiriente.



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