...el dinosaurio seguirá ahí

Cuando se hayan cumplido nuestros sueños (la caída del gobierno de Rajoy; la reconversión del BCE; la emisión de esa confusa figura —más un deseo mágico que una propuesta concreta— que son los eurobonos, la desaparición de todos los políticos o, al menos los profesionales; los efectos de la varita mágica de Hollande y la evaporación de doña Ángela…), cuando algunos de esos empeños o discursos se hubieren cumplido, el dinosaurio seguirá donde estaba: nuestro gasto muy por encima de lo que ingresamos actualmente, problema solo resoluble con mayores subidas de impuestos que, inevitablemente, provocarán una mayor contracción y una nueva inadecuación de los ingresos; la necesidad de financiarnos, cada vez a un precio más caro; nuestra voluminoso endeudamiento tanto público como privado (2.88 billones de euros este), y, especialmente, la deuda exterior (1.7 millones); la dificultad de financiación de nuestros bancos (al margen ya de lo que se ha denominado «la exposición al ladrillo» y de la morosidad derivada de la crisis) por la deuda acumulada para poder efectuar en su día los préstamos al sector privado y por las sospechas que pesan sobre su capacidad para devolverlos. Es decir que, aunque por arte de birlibirloque nos dejasen el dinero a un interés similar al de Alemania y sin límite alguno, seguiríamos teniendo un enorme problema que condicionaría nuestra economía y nuestro sistema financiero. Es cierto que, como algunos pretenden, podríamos declararnos en quiebra, no pagar nuestras deudas, salirnos del euro y emitir belarminos (la moneda que el Consejo de Asturias y León acuñó durante la guerra y cuyo valor fue prácticamente nulo desde el principio), pero los efectos de ello, sobre desastrosos, son incognoscibles en su magnitud.

               Con todo, si despertásemos y, de golpe, la situación de nuestras finanzas estuviese regularizada, la deuda y el déficit reducidos a niveles aceptables y encaminada la financiación, el dinosaurio seguirá estando ahí. Pues en España tenemos dos graves problemas estructurales, el de nuestro sistema productivo y el de nuestra pertenencia al euro (y, probablemente, un tercero: el de la mentalidad colectiva y el de la formación, íntimamente ligados). En cuanto al primero, hay que decir que nuestra economía se caracteriza —al margen de los problemas coyunturales— por su no hallarse en la vanguardia de la tecnología y la innovación, por el alto precio de la energía y nuestra alta dependencia exterior para el abastecimiento primario, por los altos costos unitarios por producto, por el escaso tamaño de muchas de nuestras empresas con capacidad para exportar, por un déficit de organización para la presencia comercial en el exterior, en una palabra, por nuestra escasa competitividad y la carestía comparativa de nuestra producción, lo que nos dificulta la exportación y favorece la importación, desequilibrando así nuestra balanza comercial.

               El segundo problema es el de nuestra pertenencia al euro, como vengo denunciando desde 2002. En efecto, si la moneda única conlleva ciertas ventajas, para los países con desigualdad industrial y falta de competividad productiva —al margen ya de la brutal subida de los precios que arrastró tras su implantación— constituye un elemento perturbador que solo a muy largo plazo se podría salvar, si es que se puede. En efecto, la ausencia de una moneda propia tiene el inconveniente de que no se puede devaluar, a fin de, por un lado, efectuar un ajuste competitivo y rápido para la exportación; pero, por otro lado, los ajustes necesarios se realizan de forma más demorada y dolorosa, por la vía de la destrucción de empleo y empresas, como nos está ocurriendo en los últimos cuatro años. De otra mano, impide que, mediante una combinación de estímulos, aranceles y diferenciales de costos, las empresas puedan sustituir parte de los productos importados y (re)conquistar el mercado interior, con sus efectos sobre el empleo y el bienestar de la población.

               Finalmente, la moneda única hace que las políticas derivadas de los intereses comerciales e internacionales de los países rectores se impongan para el conjunto, como ocurre en este caso con los intereses de Alemania en relación con las importaciones y exportaciones a China. De otra parte, son esos países rectores los que imponen su interpretación, su «ritmo» a las reglas comunitarias, ensanchándolas o estrechándolas en virtud de sus propios intereses, por ejemplo, Alemania y Francia flexibilizando los topes del endeudamiento público cuando les vino bien para financiar sus políticas expansivas; apretando ahora contra el endeudamiento y el déficit porque a ellos les conviene

               ¿Es imposible la mejora? No. ¿Va a ser dura y difícil? Sí. ¿Caben los milagros? Solo en la cabeza de los milagreros.



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