El trabajo decente como objetivo de la política económica

(Texto base para la primera sesión del Taller sobre el Mercado de Trabajo, viernes 27 de abril, 17:00, CSA La Tabacalera de Lavapiés, C/ Embajadores, 53)

1.- (trabajos/trabajos decentes)

La OIT define un trabajo decente algo así como un trabajo que es productivo y proporciona: una remuneración justa, seguridad en el lugar de trabajo y protección social para las familias, adecuadas perspectivas para el desarrollo personal y la integración social, libertad de los individuos para expresar sus preocupaciones, para organizarse y participar en las decisiones que afectan a sus vidas, e igualdad de oportunidades y tratamiento para mujeres y hombres. Como todas las definiciones programáticas está claro que esta es -y como parece obligado que lo sea-, un poco ampulosa. Extraña, sin embargo, que en la definición de la OIT de  un trabajo decente  no se incorpore ninguna referencia a la condición de que sea también un decente trabajo, a que sea un trabajo moral o éticamente aceptable. A partir de la definición de la OIT se diría que el trabajo en una fábrica de minas antipersonas en los países en lo que todavía su fabricación es legal puede ser un trabajo decente si es seguro, bien remunerado, disfruta de prestaciones sociales y no es discriminatorio. De igual manera, también pueden serlo la prostitución si esta profesión es legalizada o el trabajo en un casino que estimula la adicción al juego, un trabajo que contamina o destroza el medio ambiente, y ciertamente que sería decente para la inmensa mayoría el bien valorado económica y socialmente trabajo que se hace en los sectores financieros y de la publicidad por más que la moralidad de muchas de sus actividades pueda ser más que debatible. La definición de trabajo decente de la OIT, satisfacería así el más que cuestionable Principio de la Inocencia de la Mercancía  por el que el ensayista Rafael Sánchez Ferlosio se refiere a la idea de que las consecuencias perjudiciales que de la producción, venta y consumo de los bienes se sigan para algún o algunos individuos no se consideran achacables ni a los propios bienes ni a quienes los han producido sino que son sólo responsabilidad propia de quienes los adquieren o usan. No es este quizás el lugar para plantearse la cuestión de si un trabajo decente ha de ser de salida un decente trabajo, pero no debe olvidarse que la mera reivindicación de  puestos de trabajo decentes no agota ni mucho menos  el asunto de la decencia del trabajo.


2.- (trabajo decente=trabajo seguro)

Pero dicho lo anterior, hoy por hoy, en una situación de crisis y como siempre las cuestiones éticas parecen pasar a segundo lugar, de modo que por trabajo decente se suele referirse a un “buen” trabajo, a aquel que permite a quienes lo realizan una posición económica, una carrera profesional en el futuro y un cierto nivel de autonomía en su ejecución y dirección. A la hora de hablar de modo más concreto de la multiplicidad de dimensiones que caben dentro de la noción de trabajo decente un buen punto de partida es relacionar este concepto con el de la llamada “ciudadanía industrial” que se planteó como objetivo básico de la agenda a conseguir para las clases trabajadores por parte de los partidos socialdemócratas y los sindicatos tras la II Guerra Mundial, pues son enteramente equivalentes. Para Guy Standing  tal agenda buscaría alcanzar un marco de relaciones laborales en que se articulase en torno a la  consecución  de siete tipos o dimensiones de la “seguridad” cuyo cumplimiento por parte de un trabajo lo cualificaría como “decente” sin la menor duda. Tales dimensiones de la seguridad: .

a) Seguridad en el mercado de trabajo: Por la que hay que entender la existencia de adecuadas oportunidades de obtener ingresos en los mercados de trabajo para todos los trabajadores. De modo más concreto, esa seguridad a nivel macroeconómico se reflejaría en el compromiso de los gobiernos con el pleno empleo.

b) Seguridad del empleo: Por la que se atiende a la protección de los trabajadores frente a los despidos arbitrarios. Se traduce, en concreto, en las regulaciones de los procesos de contratación  el despido.

c) Seguridad en el empleo: Por la que hay que entender la capacidad y las oportunidades para que los trabajadores ocupen un nicho en el empleo donde desarrollar sus capacidades y habilidades así como la existencia de mecanismos que posibiliten su movilidad ascendente en términos de estatus y renta[1].

d) Seguridad en el trabajo: Se refiere a la protección contra los accidentes y las enfermedades laborales, así como la regulación de la jornada laboral,el ritmo de trabajo,  las horas extraordinarias, las bajas maternales.

e) Seguridad en la reproducción de competencias: Se refiere a la existencia de oportunidades para desarrollar una carrera profesional adquiriendo competencias y habilidades.

f) Seguridad en los ingresos: La seguridad de una remuneración adecuada y estable, protegida por regulaciones como, por ejemplo, la legislación de salarios mínimos, la indiciación salarial, la seguridad social, el seguro de desempleo,  la imposición progresiva y las ayudas para las rentas más bajas.

g) Seguridad de representatividad: La adecuada posibilidad de tener una voz colectiva en el mercado de trabajo a través de, por ejemplo, sindicatos libres y el derecho de huelga.

En consecuencia, y en la práctica se podría definir  un trabajo como  más o menos decente  en la medida que satisfaga esas dimensiones de la seguridad. 

 

3.- (Economía dominante y trabajo decente)

           

Para la Economía dominante el entero asunto del trabajo decente carece del menor sentido. Su posición es muy sencilla y se deriva de modo lógico de un supuesto o axioma inicial: el trabajo es un factor de producción y su uso representa un coste para las empresas. Ahora bien, como sucede con todo coste, el objetivo obvio es reducirlo lo más que se pueda sin que disminuya el producto. Eso es la eficiencia. ¿Supondría ello que la persecución de la eficiencia sólo puede hacerse aumentando la “indecencia” de los trabajos? No, pues la Economía tiene una respuesta para esta cuestión que se conoce como teoría de las diferencias salariales compensatorias.  No es nueva, y ya Adam Smith la conocía bien. Ý su descripción de la misma sigue siendo excelente:

Los salarios de los trabajos varían con la facilidad o la dureza, la limpieza o la suciedad, la honorabilidad o su carencia del tipo de trabajo. Así, en la mayor parte de lugares, a lo largo del año, un sastre ambulante gana menos que un tejedor ambulante. Su trabajo es mucho más fácil. Un tejedor ambulante gana menos que un herrero ambulante. Su trabajo no es siempre más fácil, pero es mucho más limpio…El honor es una buena parte de la recompensa de todas las profesiones honorables. De modo que en lo que atañe a la remuneración pecuniaria , considerando todos los extremos, generalmente esas profesiones están menos que remuneradas…El más detestable de todos los empleos, el de verdugo público, está, en proporción a la cantidad de trabajo que en él se realiza, mejor pagado que cualquier otro oficio normal”    

En suma, con arreglo a la Economía dominante, si las diferencias salariales compensan plenamente a las diferencias en las características no monetarias de los trabajos, no hay ningún problema respecto al entero asunto de la decencia del trabajo. El problema del trabajo decente no es ningún problema si en los mercados de trabajo los salarios reflejan las compensaciones requeridas a cambio de trabajar en  trabajos poco decentes, inseguros. Y tal cosa sucederá, señala la Economía dominante, si los mercados de trabajo son lo suficientemente competitivos. En tal situación, en la medida que las empresas compitan entre ellas por contratar trabajadores (a la vez que los trabajadores compiten entre ellos para ser contratados), la competencia entre ellas les llevará a cada una a ofrecer el nivel de decencia socialmente óptimo en cada empleo, definido por aquel que refleja las preferencias de los trabajadores. En la medida en que los trabajadores que compiten por los mismos tipos de empleo difieren en sus gustos o preferencias por los distintos tipos de seguridad, las empresas diferirán en las condiciones de empleo y trabajo que ofrezcan.

Los trabajadores, pues, si los mercados de trabajo son competitivos obtienen diferentes salarios porque sus empleadores les pagarán compensaciones monetarias diferenciales a aquellos trabajadores que prefieran y escojan trabajar en trabajos menos decentes,  peores en términos de cualquiera de las  dimensiones de la seguridad a las que antes se hacía referencia. Cuando se comparan trabajos que son placenteramente  distintos intrínsecamente pero que requieren igual o similar cualificación (por ejemplo, recogedores de basura y porteros de hotel), el trabajo menos placentero tendría que pagar un salario más elevado para atraer y retener a sus trabajadores. Los funcionarios debido a que su trabajo es más seguro en múltiples dimensiones que los trabajos del sector privado que requieren una similar cualificación, pagarían menos.

En la medida que esta visión de la Economía dominante fuera certera y correspondiese al funcionamiento real de los mercados de trabajo, no sería el salario monetario lo que tendería a armonizarse entre los empleos en los distintos mercados de trabajo si son competitivos, sino los salarios más las demás dimensiones de la seguridad que se recogen en la definición de trabajo decente. Los diferenciales salariales compensarían  las diferencias de seguridad entre los empleos. Habría una gama entre los trabajos en atención a su decencia relativa, pero los trabajos indecentes no serían problema pues serían buscados por los trabajadores menos preocupados por la seguridad a cambio de una mayor remuneración. La decencia del trabajo que realiza un trabajador no le vendría impuesta por su empresa, sino que sería fruto de su propia decisión y de sus propias preferencias. En conclusión, no habría razón ni motivo alguno para incorporar el trabajo decente como objetivo de la política económica. E, incluso, puede decirse que una de las implicaciones de la teoría es que cualquier intromisión desde la política en la regulación laboral que establezca condiciones de decencia a cumplir por las empresas habría de verse como injustificada e ineficiente en la medida que restringe las posibilidades de empleadores y empleados para alcanzar libremente sus posiciones preferidas.

 

4.- (economía real versus Economía dominante)

Que la realidad no se ajusta a las predicciones del enfoque de la Economía dominante es, por otro lado, cada vez más evidente. Por un lado, los mercados de trabajo no son competitivos al nivel que la teoría lo requiere. Es decir, no hay un número lo suficientemente elevado de empresas que ofrezcan el mismo tipo de empleo  pero con distintas condiciones de seguridad compitiendo por el mismo tipo de trabajadores. Tampoco hay entre los trabajadores una movilidad tan elevada como para que los trabajadores con distintas preferencias vayan a los empleos con las características preferidas. Los trabajadores, además, no tiene la suficiente información como para evaluar los aspectos no pecuniarios de los distintos trabajos. Y ello sin contar con que en el mundo real, la existencia de desempleo se traduce en la limitación evidente de la capacidad de los trabajadores de elegir lo que se traduce en que han de aceptar las condiciones de los trabajos que hay en el mercado, sea cual sea su nivel de decencia, so pena de nunca ser empleados.

Adicionalmente, ha de señalarse que incluso en el mundo económico ideal soñado por la Economía dominante, un mundo de pleno empleo con mercados de trabajo plenamente competitivos, la libertad de negociación entre empleados y empleadores respecto a las condiciones laborales puede, paradójicamente, acabar en una situación ineficiente en la que los trabajadores acaben eligiendo  trabajos no decentes. Tal resultado es el esperable cuando los trabajadores están preocupados o interesados en sus niveles de renta relativos, en lo que gana cada uno en relación a lo que ganan los demás, de modo que lo que cuenta para cada uno de ellos y determina sus elecciones es el diferenciarse en términos de renta. La interacción entre ellos se convierte, entonces, en un ejemplo de lo que se conoce como dilema del prisionero: cada uno tratando de ganar más que los otros estaría  dispuesto a trabajar en empleos indecentes, pero cuando todos así lo eligen, ganan más dinero, pero las diferencias relativas entre sus ingresos se mantienen aunque como consecuencia trabajan en peores condiciones de seguridad, en trabajos menos decentes. El peor de los resultados.  A este respecto, hay que señalar que la psicología evolutiva ha demostrado que la preocupación por la posición relativa es una condición de la naturaleza humana que tiene una base biológica en la teoría de la evolución. Multitud de estudios y la mera introspección personal confirman que los individuos nos preocupamos por nuestra posición relativa, la conclusión entonces es que en la medida que esta juegue, y juega realmente, en las decisiones de los trabajadores no se puede confiar en que la libertad de negociación entre empleadores y empleados incluso cuando es posible no conduce a los resultados previstos por la Economía dominante.

La conclusión  es que habría motivos fundados para desde la política económica incorporar el trabajo decente como un objetivo de la política económica.

 

5.- (globalización y nuevas tecnologías)      

6.- (el problema del sombrero)

Sea cual sea el grado en que los procesos de globalización y la adopción del cambio técnico exigen de unos niveles de flexibilidad en las condiciones laborales que supongan una cada vez mayor indecencia de los trabajos, hay un punto de la argumentación que merece considerar en sí mismo, aisladamente. Y es el objetivo final de la actividad económica y, consiguientemente, de la política económica que busca fomentarla.

Es un lugar común, demasiado común, que de lo que se trata es de maximizar la tasa de crecimiento, o sea, del aumento continuado en la cantidad de bienes y servicios finales que la actividad económica pone en las manos de los individuos. La implicación es que si para ello las condiciones de trabajo se han de volver más indecentes, ello no es problema. Todo está bien si bien acaba.

Tenemos aquí un ejemplo de lo que Gilbert K. Chesterton llamó con su ironía habitual hace ya muchos años, el problema del sombrero, un ejemplo de

la inversión del orden, o sea, el considerar el medio para lograr algo como si fuera el fin que se persigue. Una equivocación muy frecuente consiste en considerar como un fin absoluto las condiciones de vida modernas, y en seguida tratar de adaptar las necesidades humanas a ese fin, como si éstas sólo fuesen un medio. Así, por ejemplo, se dice: ‘la forma de vida familiar no se presta para la vida de los negocios de los tiempos actuales’. Lo cual es lo mismo que si se dijera: ‘las cabezas no se adaptan a la clase de sombreros que ahora están de moda’. Y, consiguientemente, se recomendase recortar las cabezas de la gente para hacer frente a las pérdidas ocasionadas por este llamado Problema del Sombrero”.


Reconocer que el crecimiento económico no es un fin absoluto sino un medio para otra cosa es algo que recientemente está empezando a ser aceptado por los economistas y ha dado origen a un entero programa de investigación denominado la Economía de la Felicidad que establece que la felicidad de los individuos, el establecimiento de los medios que permitan a los individuos llevar una vidas satisfactorias y plenas ha de ser el objetivo de la actividad económica. Una de sus implicaciones centrales consiste en concluir que la Economía dominante y la política económica que se funda en ella, interesada  sólo por el crecimiento, supone considerar a todos los individuos no sólo como auténticos esquizofrénicos, seres disociados entre su personalidad como trabajadores y su personalidad como consumidores finales, sino además como esquizofrénicos para los que sólo cuenta esta personalidad como consumidores en la medida que a cambio de más bienes de consumo., más renta o más riqueza están dispuestos a “hacer lo que sea”.


Pues bien. Nada de eso es cierto. Los estudios de Economía de la Felicidad a partir de encuestas en diferentes lugares en los que se les ha pedido a las personas que valoren su felicidad en una escala numérica de 10 a 100 así como las características de sus vidas que estiman que influyen en su felicidad han concluido de modo inequívoco la importancia de un trabajo decente para ese fin. Así, por ejemplo,  un descenso en los ingresos o renta personales de un 33% reduce por término medio el nivel de felicidad en 2 puntos, y la pérdida de felicidad a consecuencia de un divorcio se traduce –por término medio- en una caída de 5 puntos. Pues bien, la importancia del trabajo estable resulta evidente cuando se constata que los desempleados tienen 6 puntos menos que los empleados en su índice de felicidad, pérdida de felicidad equivalente a aquellos que estiman que su nivel de salud está en 1 en una escala de 1 a 5.El desempleo reduce la probabilidad de declarase satisfecho con la vida en más de un 20%. Además la pérdida de felicidad se mantiene dos años después de perder el empleo si se sigue desempleado, es decir, que a lo que parece, para el desempleo como causa de infelicidad no opera el habitual proceso de adaptación a la realidad que suele atenuar la pérdida de otros factores de felicidad. Incluso sucede que cuando el desempleado encuentra trabajo, el hecho de haber estar desempleado deja una huella negativa en la percepción subjetiva de bienestar –una auténtica cicatriz psicológica, dice Richard Layard- asociada al miedo a volver a perder el empleo.

En suma, por lo dicho,  el trabajo decente  habría de ser uno de los objetivos centrales de una política económica que no cayese en el error de la inversión de los medios y los fines, que   

 

7.- (trabajo decente y eficiencia)

Pero, hay más. Sucede que cuando se toma una perspectiva de eficiencia dinámica y no estática o de corto plazo, cada vez está más claro que la flexibilidad absoluta y la desregulación de los mercados de trabajo, es decir, las bases para la eliminación del trabajo decente son contraproductivas.

La argumentación habitual de los economistas que defienden la libertad total de los mercados es de sobra conocida. Pero merece la pena repetirla. Cualquier regulación del mercado de trabajo que haga más costoso el despido o signifique mayor seguridad para los trabajadores en cualquiera de las dimensiones mencionadas hace a la economía menos eficiente y dinámica pues debilita los incentivos de los trabajadores a trabajar más dedicadamente y hace que los empleadores sean más remisos a emplear a más trabajadores ante el miedo a no ser capaces de despedirlos si las condiciones del mercados lo exigen. Pero, ¿es cierto que los mayores niveles de seguridad del y en el trabajo así como un estado del bienestar mayor hagan a las economías menos productivas y dinámicas? Pues no parece que sea así como la evidencia lo muestra. Frente al desenvolvimiento económico de los EE.UU., el ejemplo de los defensores del libre mercado, la experiencia de los países nórdicos en Europa (Noruega, Finlandia, Suecia, Alemania,…) resiste la comparación en términos meramente de tasas de crecimiento sin acudir a otras dimensiones importantes de comparación.

Hay un cúmulo de explicaciones de este comportamiento diferencialmente eficiente en términos dinámicos. Por un lado, y de salida, se puede argumentar como punto general y como hace H.-J. Chang que cuando la gente no tiene miedo al futuro pues goza de una red de seguridad, cuando sabe que puede tener una segunda o tercera oportunidad , estará mucho más abierta a tomar decisiones arriesgadas a la hora de escoger el tipo de trabajo que quiere realizar o a la hora de abandonar trabajos en  sectores productivos maduros o declinantes favoreciendo así los necesarios ajustes en la estructura económica para hacer frente al cambio técnico y  a los cambios en la demanda de bienes y servicios. Como ejemplo, Chang señala cómo la falta de seguridad en el trabajo ha conducido a los jóvenes surcoreanos a elegir las elecciones más conservadoras respecto a sus carreras favoreciendo los trabajos más “seguros” que la medicina o el derecho ofrecen. Esto, que sin duda es la elección correcta para cada uno de los jóvenes individualmente, conduce sin embargo a una asignación ineficaz del talento lo que acaba reduciendo el dinamismo de una economía.

En la misma línea, Robert Boyer ha concluido que existe una relación de U invertida entre el grado de seguridad del y en el empleo y el desenvolvimiento económico en el largo plazo. Una rigidez total del sistema de relaciones laborales sería  improductiva o ineficiente por impedir los necesarios ajustes que requiere una economía dinámica en su estructura productiva y más en tiempos de globalización y cambio técnico, pero de igual manera, la flexibilidad total y la inseguridad completa en así mismo improductiva en el largo plazo. Así, y por usar la anterior clasificación de las dimensiones de la seguridad, puede señalarse que a) la seguridad en el mercado de trabajo y del empleo conduce a una mayor aceptación de riesgos, lo que aumenta la tolerancia a la adopción de innovaciones, b) la seguridad en el empleo y en la reproducción de habilidades, se traduce en una población trabajadora más competente y más capaz de adaptarse a las innovaciones, c) la seguridad en el trabajo, significa una población más sana  lo que se traduce en una participación laboral más elevada y un menor nivel de absentismo, d) la seguridad en los ingresos significa una mayor tasa de adopción de tecnologías ahorradoras de trabajo, incrementos en la productividad, mayores salarios y aumentos de la demanda agregada y e) la seguridad de representatividad aumenta la cooperación dentro de las empresas lo que posibilita una mejor gestión de las mismas.

En suma, que la instrumentación de un modelo de “flexeguridad” que pretenda la coexistencia de unos niveles de flexibilidad tanto en el mercado de trabajo como dentro de las empresas en los que el deterioro de la seguridad en alguna de las dimensiones se vea compensado por el mantenimiento o el crecimiento de la seguridad en otras, puede servir para mantener las condiciones de trabajo decente a la vez de ser  manifiestamente más productivo.     


8.- (precariado)         

 

9.- (otra paradoja del crecimiento)

Pero si el trabajo decente, la seguridad en y del trabajo, parece que es rentable y productivo tanto a nivel empresarial como social, al menos en alguna de sus formas edulcoradas como la “flexiseguridad”, la cuestión que se plantea entonces es la razón que hay por debajo de la tendencia acelerada a su desaparición en el mundo económico real así como la defensa cerrada de la flexibilidad laboral en el mundo de las ideas por empresarios, economistas y políticos como el inevitable marco para cualquier política económica de tipo laboral capaz de sentar las bases para la generación de empleos hoy en día. Empleos que implícitamente se asume por tanto que ya nunca volverán a ser decentes al manera de  los “de antes”, a lo que más vale hay que acostumbrase aunque sea a regañadientes[2], pues se admite como una ley de la vida económica que esa decencia es algo que hoy ya no se lo pueden permitir unas economías cada vez más ricas debido a su creciente inserción en un mundo cada vez más globalizado y sujetas a continuas olas o mejor, auténticos tsunamis, de cambio técnico.         

Ahora bien, dado que la seguridad es uno de los “bienes”  más deseados por la mayoría de los individuos, como es reconocido por los economistas que suelen asumir que la mayoría de ellos se caracterizan por ser adversos al riesgo[3] en mayor o menor grado, y dado también que la satisfacción en el trabajo es una de las fuentes que más pesan en la felicidad personal, como recogen los estudios de percepción subjetiva de bienestar, ¿no es acaso una auténtica paradoja que conforme las economías se hacen más ricas, menos seguridad en el trabajo se puedan permitir?¿Cómo es posible que las economías de hacer treinta o cuarenta años,  mucho más pobres que las actuales, pudieran ofertar a sus trabajadores puestos de trabajo por término medio más seguros -aunque, claro está,  menos remunerados-, pero posiblemente más decentes que los que hoy se van progresivamente imponiendo en un proceso que es contemplado como lamentable por la mayoría de los trabajadores y para el cual no hay justificación en términos de crecimiento económico?.

 

10.- (poder)

Puestos a buscar una hipótesis explicativa de esa paradoja, aquí se aumenta una cual es que la defensa de la flexibilidad responde a un “defecto de visión intelectual” que padecen todos aquellos que para entender la economía usan de las anteojeras conceptuales que proporciona la economía dominante[4]. Se manifiesta ese defecto[5] en “ver” las relaciones laborales sólo y exclusivamente como relaciones comerciales. Thomas Malthus, ya en 1798, ya expresaba esta visión de la relación laboral con claridad transparente:

 “el hombre que trabaja un día para mí, tiene para mí una obligación tan completa como la que yo tengo para él. Yo poseo lo que el quiere, el posee lo que yo quiero. Y hacemos un intercambio amistoso. Gracias a ello el hombre pobre camina orgulloso consciente de su independencia, y la mente de su empleador no está viciada por un sensación de poder

 En el mismo tenor, dos modernos y reputados economistas, Armen Alchian y Harold Demsetz, explican más detalladamente que:

 “ la empresa...no tiene ningún poder de mandato, ninguna autoridad, ninguna capacidad de acción disciplinaria distinta en lo más mínimo del ordinario proceder contractual de mercado que se da entre dos personas... Un empleador puede despedir o proceder  contra un empleado del mismo modo en que yo puedo prescindir de  mi verdulero o carnicero  dejándole de comprar sus productos o procediendo contra él por dispensar productos en mal estado...Hablar de controlar, dirigir o asignar trabajadores a las distintas tareas y ocupaciones es un modo engañoso de dar cuenta del hecho de que el empleador está continuamente envuelto en las tareas de renegociar contratos en términos que sean aceptables para ambas partes. Decirle a un empleado que  redacte esta carta en vez de archivar aquel documento es como decirle a mi frutero que me venda esa clase de manzanas en vez de esa otra”.

Obviamente, a estos economistas no se les pasa por la cabeza que es más que improbable que el cliente de un frutero pueda traumatizar a su frutero amenazando con “despedirle”, como sucede en las relaciones laborales. Es lo esperable, pues lo que olvidan es que la relación laboral entre empleador y empleado es algo más que una simple relación contractual comercial, que es también una relación social directa[6] y que, como sucede en toda relación social de este tipo, la relación laboral incorpora una relación jerárquica.

Las relaciones de mercado son simétricas: el comprador y el vendedor ocupan la misma o similar posición. Cierto que en cada mercado, en cada transacción, hay diferencias entre compradores y vendedores en  su poder relativo dependiendo del grado de competencia que haya en el mercado; pero, en cualquier caso, el poder que cualquiera de las partes puede ejercer a través del mercado es un poder limitado pues ninguna de las partes puede obligar a la otra a participar en el intercambio. Así, un vendedor, aunque sea un monopolista, no puede obligar a ningún comprador a comprarle, su poder monopolístico es por ello un  poder relativo, un poder de mercado o sea, la capacidad de poner un precio más elevado. Diferente es el poder dentro de un relación social directa  de tipo jerárquico. Ahí hay órdenes, mandatos directos. Hay jefes y hay subordinados. Hay quienes mandan y quienes obedecen.  Para cualquier trabajador por cuenta ajena que trabaje en una empresa sin duda debe ser sorprendente que, cuando los economistas académicos hablan de las relaciones laborales en su discurso nunca aparezca la palabra “jefe”. Quizás ello se deba a que como por lo común nunca han trabajado realmente en ninguna empresa, la misma noción del jefe carece de sentido real para ellos[7], de modo que a la hora de analizar la relación laboral sólo sobresalga como característica generalizable su aspecto contractual.

La relación jerárquica, de dominación/subordinación, dentro de las empresas es clara: el jefe o jefes son el o los dueños de la empresa o los gerentes en quienes deleguen, son quienes mandan; los subordinados, quienes obedecen, son los empleados o trabajadores. La posición de dominio del jefe  depende de un complejo conjunto de interacciones entre cada caso concreto, cada empresa concreta, y el marco general institucional y legal de las relaciones laborales. Esa posición de dominio puede afirmarse y ser reconocida de modo voluntario por los empleados si estos reconocen al jefe una  autoridad debido a su prestigio o su capacidad. Previsiblemente tal aceptación será más probable en empresas pequeñas donde las relaciones personales entre jefes y empleados son habituales y continuas de modo que los empleados pueden juzgar de primera mano las capacidades y actitudes de sus jefes. Caso opuesto serán probablemente las empresas de tamaño mediano o grande, donde la conexión entre dirigentes y dirigidos es tenue y pasa por un entero organigrama de niveles de estatus. En estos casos, la cuestión del mantenimiento de la relación jerárquica, de la aceptación de las posiciones de dominio y autoridad  de los de arriba por parte de los de abajo, su sumisión y acatamiento y el cumplimiento de las órdenes es una cuestión mucho más compleja y debatida. El texto clásico y definitivo acerca de este tema es probablemente El Príncipe  de Nicolás Maquiavelo, y en él, en su capítulo 17,

se presenta la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Se responde que sería menester ser uno y otro juntamente; pero como es difícil serlo a un mismo tiempo, el partido más seguro es ser temido, primero que amado, cuando se está en la necesidad de carecer de uno u otro de ambos beneficios

Y, entonces, ¿cómo los jefes de las empresas pueden ser temidos cuando no pueden ser amados? Pues, es obvio, cuando pueden amenazar y ejecutar con acciones que dañan a los empleados donde más les duele, o sea, en la seguridad en y del trabajo. Dicho de otra manera, los trabajos decentes aunque pueda ser como se ha dicho eficientes y productivos desde un punto de vista economicista tienen un serio inconveniente cual es que poner en cuestión las relaciones jerárquicas dentro de las empresas, la capacidad de los jefes de ejercer el poder. Y, a la inversa, cualesquiera cambios o reformas que se traduzcan en mayor inseguridad en alguna de las dimensiones de la relación laboral refuerzan la jerarquía en las empresas y el poder de sus dirigentes.

Como se ha dicho esta manera de ver las relaciones laborales en la que el conflicto dista de ser la manera en que se ven dentro de la Economía  dominante. Ello no significa que no haya economistas que no la tengan. No es nada extraño que aquellos que se adscriben a dos tradiciones intelectuales, las que arrancan en las obras de Karl Marx y de Thorstein Veblen, que enfatizaban el aspecto conflictivo inherente en las relaciones laborales cuando se contemplan como relaciones jerárquicas. Pero no deja de ser curioso que esta perspectiva recibe una ayuda desde un autor insospechado, el mismo Adam Smith, el paladín por antonomasia del libre mercado se aproxima a la concepción de la relación laboral como relación jerárquica en su crítica a la esclavitud.

El problema de la esclavitud presenta una clara similitud con la cuestión aquí debatida. Igual que nos estamos planteando las razones que están llevando al abandono del trabajo decente en la teoría y como objetivo de la política económica cuando el trabajo decente es eficiente desde un punto de vista económico y social, Adam Smith se planteaba la cuestión de que por qué no se abandonaba el trabajo esclavo en las plantaciones de las colonias americanas en su tiempo, cuando resultaba claro que era menos productivo y rentable para los empresarios que el trabajo contractual realizado por hombre libres a cambio de un salario. Y la respuesta smithiana es la misma que la que aquí se defiende: a la hora de explicar el comportamiento de quienes ostentan las posiciones de autoridad en las jerarquías que son las empresas se ha de contar siempre con el gusto por el dominio. Y es la satisfacción de esa preferencia la que explica la adopción de políticas económicamente irracionales si las circunstancias institucionales y económicas lo permiten. Así, en el Libro III de la Riqueza de las Naciones señala:

 “El orgullo del hombre le hace amar el dominar a otros, y nada le mortifica más que verse obligado a tener que persuadir a sus inferiores. Dondequiera que la ley se lo permita y la naturaleza de las tareas a realizar lo permita, preferirá el servicio de esclavos al de los hombre libres. En las plantaciones de azúcar y tabaco puede el derroche que supone el uso de esclavos, en tanto que los cultivos de granos no parecen, en los tiempos presentes, posibilitarlo. En ñlas colonias inglesas , cuyo principal cultivo es el grano, la mayor aprte del trabajo lo hacen trabajadores libres...en tanto que en nuestras colonias azucareras, todo el trabajo es realizado por esclavos, así como sucede en las colonias tabaqueras en donde una gran parte de trabajadores también lo son...Ambas pueden permitirse el gasto del cultivo usando esclavos”.

Más cercano a nuestros tiempos, otros muchos economistas han adoptado este punto de vista a la hora de explicar la evolución histórica. Así, Stephen Marglin ha señalado que la forma concreta en que se desenvolvió la Revolución Industrial que supuso la conversión del trabajo artesanal en un trabajo rutinario, simple y embrutecedor no fue una decisión técnica o económica sino política que se llevó adelante con el objetivo de afianzar el poder jerárquico de los dueños de las empresas dentro de las mismas en la medida que las capacidades y habilidades de los trabajadores se veían reducidas al ser meros apéndices fácilmente sustituibles de las máquinas. En la misma línea, un historiador, David Noble,  ha proporcionado en el análisis más profundo de las interacciones entre el cambio técnico y las relaciones sociales entre empleadores y trabajadores en su historia del desarrollo de las herramientas controladas por computador numérico en la empresa General Electric en los años 1950-60. Su conclusión es clara. Lejos de ser un asunto de mera eficacia técnica u económica, el principal propósito subyacente en la adopción de esa nueva tecnología fue  el quitar el control del proceso productivo a los trabajadores cualificados que, con los años, habían acumulado un  nivel de conocimientos y experiencia que les permitían operar autónomamente al margen de las directivas que emanaban de la cadena de mando.

 

12.- (vivir sin permiso)       

Los puntos precedentes han desarrollado la idea de que el ataque al trabajo decente que se ha venido desarrollando a partir de los años 1980 no ha de entenderse como la lógica consecuencia económica del cambio técnico acelerado y la creciente globalización, sino más bien como la definitiva  respuesta política por parte de los dueños y directores de las empresas ante la pérdida   efectivo de su poder de control interno que se produjo tras la II Guerra Mundial derivada inevitablemente de las políticas tendentes al pleno empleo, las regulaciones del Estado del Bienestar y la aumentada capacidad de negociación colectiva de los trabajadores asociada a la existencia de un poder sindicatos legitimado institucionalmente y apoyado socialmente. Con arreglo a esta interpretación la globalización y el cambio técnico son entonces más racionalizaciones que razones de esas reformas laborales pues estas no vienen impuestas tanto por la lógica de le productividad y la eficiencia sino por esa lógica política que, como señalaba Maquiavelo, exige de los “príncipes” no sólo del mundo político sino también del económico  el generar miedo de los de abajo so pena de perder su autoridad. Esa es una de las consecuencias del fin del trabajo decente y la generalización del precariado: el miedo, la angustia ante el futuro.

Pero, ¿cuál es el motivo de ese miedo, de esa angustia? Hay un texto de Marx en la  Crítica al Programa de Gotha que expresa a las claras qué es lo que en el fondo pasa cando los trabajadores no son dueños de las empresas:

 “...el hombre que no posea otra propiedad que su propia fuerza de trabajo, en cualesquiera situaciones sociales y culturales, tiene que ser el esclavo de los otros hombres, de los que se han hecho con la propiedad de las condiciones objetivas del trabajo. Sólo puede trabajar con el permiso de éstos, es decir: sólo puede vivir con su permiso”.

Y claro, si bien se mira, un trabajo decente posibilita en buena medida la consciencia de que uno vive sin permiso, de que uno es libre. Y la cuestión entonces pasa a ser la de cómo podría recuperarse esa libertad, esa autonomía, esa vida sin permiso. Recomponer un pacto social implícito como el que se dio tras la II Guerra Mundial no parece hoy viable al menos en el corto y medio plazo en los países occidentales en atención a la debilidad estructural y carencia de unidad y consciencia de clase de los trabajadores consecuencia de la terciarización, el ascenso del precariado, la creciente disminución del poder sindical así como las dificultades para llevar a cabo políticas nacionales de corte social por parte de los estados nacionales en el marco de una economía internacional más globalizada. Dicho de otra manera, la recuperación de la “solución” que a los negativos efectos que sobre la vida de los trabajadores tuvieron la primera y segunda revoluciones industriales, la producción en masa en el sistema fabril y la creación de mercados nacionales de trabajo, en forma de lo que con el tiempo se ha venido en denominar trabajo decente no parece hoy factible. Hay que buscar nuevas formas que posibiliten esa vida sin permiso de la que hablaba Marx.

Y aquí, uno de los puntos de partida está con seguridad en la reivindicación y consecución de una renta básica de ciudadanía, una renta mínima a la que todo ciudadano tendría derecho que le permitiera sobrevivir sin permiso sin necesidad de trabajar. La razón es obvia: en la medida que los individuos tuviesen acceso a esa renta sustitutiva en cierto grado de las rentas del trabajo, se verían atenuadas su miedo y angustia ante el futuro y por ende su necesidad de sometimiento a la autoridad y jerarquía internas de las empresas, por lo que estas se verían obligas a ofertar puestos de trabajo decentes y dignos.

 


[1]La diferencia entre “seguridad del empleo” y “seguridad en el empleo” es -dice Standing- vital. Entre 2008 y 2010, 30 empleados de France Telecom se suicidaron . De los 66000 empleados más de 2/3 tenían seguridad de empleo pues sus contratos eran indefinidos . Pero la dirección les sometió  a una sistemática inseguridad en el empleo mediante un programa denominado “Tiempo de cambiar” que les obligaba a cambiar de despachos y tareas abruptamente cada pocos años. Los suicidios se achacaron al stress resultante del mismo.

[2]Si bien hay también algunos que ya sea por sus preferencias particulares o por recurso al conocido mecanismo psicológico de “hacer de la necesidad virtud”, defienden la flexibilidad laboral y la consiguiente inseguridad como una conquista más de la modernidad, como una liberación de las rutinas y monotonías de las “viejas” relaciones laborales.

[3]El supuesto habitual de la teoría económica es que, psicológicamente, los individuos se caracterizan por lo general por tener una aversión absoluta al riesgo positiva y decreciente en función de la riqueza, es decir, que conforme más ricos si bien siguen siendo adversos frente al riesgo  su aversión al mismo decrece.

[4]La que se conoce como Teoría Económica Neoclásica, que arrancando en la obra de Adam Smith en el siglo XVIII, se desarrolla a finales del siglo XIX y el siglo XX de la mana de economistas de la talla de Malthus, Jevons, Walras, Pareto, Marshall, Pigou, Hicks, Samuelson y Solow entre otros muchos

[5]Ese “defecto” llega, con el tiempo, el esfuerzo y el estudio, a ser “constitutivo” de la identidad personal. Y es que nunca tuvo más razón Margaret Thatcher, la “dama de hierro” neoliberal, como cuando afirmó que : “la Economía es el método. El objetivo es cambiar el alma”

[6]O sea, no indirecta, no mediada por el mercado.

[7]El “jefe” de un Departamento universitario que es donde los economistas académicos desarrollan sus vidas laborales, no es un jefe a la usanza de los jefes de las empresas que operan en los mercados reales, es un “primum inter pares” cuyos poderes de amenaza y castigo disciplinarios están por lo general y en comparación con esos otros jefes muy disminuidos.

 

*FUENTE: http://econonuestra.org



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