La moribunda democracia europea

La moribunda democracia europea

Por Pedro Chaves Giraldo, Miembro de econoNuestra y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid

 

 

La crisis económica y la gestión de la misma a través de los gobiernos nacionales y de las instituciones de la Unión Europea ha tenido entre otros efectos, llevarse por delante el crédito de legitimidad de los unos y de las otras. Los gobiernos nacionales viven bajo la sospecha de que sus decisiones están, cada vez más, al servicio de una minoría y los sistemas democráticos cumplen cada vez menos dos de los criterios básicos que aseguran su calidad y su legitimidad: rendición de cuentas y sensibilidad de los gobernantes respecto a las demandas de los gobernados.

 

En el primer caso, la rendición de cuentas ha descansado históricamente en las elecciones, en su capacidad para enviar mensajes de premio o castigo a los diferentes gobiernos en función de su gestión y sus proyectos. Nuestras democracias han padecido, normalmente, un importante déficit en este punto, toda vez que las elecciones nunca fueron un mecanismo suficiente de control efectivo de la actividad de las instituciones públicas. Pero hoy, esas capacidades disminuidas se han convertido en prácticamente inexistentes. El medio que aseguraba cierta correspondencia entre la decisión del cuerpo político y la representación política era el programa electoral, entendido como una suerte de “contrato flexible” con el electorado. La evidencia de la actividad del gobierno del PP, también la del PSOE por cierto, muestra, hasta qué punto, el programa electoral es, al menos para algunos partidos, un recurso publicístico sin voluntad de establecer ningún vínculo contractual con sus votantes. La idea de que los gobiernos, por sentido de la responsabilidad (su adaptación a las circunstancias), pueden modificar ese contrato, ha dejado de tener límites políticos y morales. Se puede, como comprobamos, hacer lo contrario a lo que se dijo que se iba a hacer y no pasar nada.

 

Por otra parte, el control institucional, especialmente, a través del parlamento y de sus comisiones, ha sido un espacio privilegiado para la vigilancia de la actividad del ejecutivo. De hecho el origen histórico de los parlamentos se reconoce en este papel de fiscalizador de los gastos, primero, y de otras actividades, después, de las monarquías. Pues bien, el actual dominio del ejecutivo sobre los otros poderes y la lógica partitocrática hacen que la calidad de ese control sea muy deficiente.

El gobierno del PP legisla a golpe de decreto-ley en las materias más importantes y sensibles, precisamente aquellas que el espíritu de la Constitución entiende que exigen de mayor consenso y compromiso. Al mismo tiempo impide sistemáticamente cualquier comisión de investigación sobre cuestiones que afectan a su práctica política y son esenciales para asegurar la limpieza del proceso democrático. Esta práctica nos indica, hasta qué punto, vivimos un estado de excepción encubierto, una situación de autoritarismo blando pero resolutivo y con voluntad de perpetuarse. Y abunda, de paso, en la convicción generalizada de la condición inútil de la política y de los políticos.

 

Los medios de comunicación han jugado, en otros momentos, ese papel de control de la actividad de los gobiernos y exigencia respecto al cumplimiento de sus propuestas. Pero en las actuales circunstancias habría que considerar, más bien, que una buena parte de ellos forman parte del entramado ideológico que sustenta y defiende determinado tipo de políticas. Las portadas del ABC o de La Razón en apoyo al gobierno del PP han sobrepasado cualquier límite ético y profesional y muestran la connivencia deseada y consciente de una parte de la prensa con determinados partido políticos y sus prácticas.

Deberíamos rescatar, en este punto, la actividad de las redes sociales y su capacidad de presión y demanda de exigencias sobre las instituciones. Probablemente, en las actuales circunstancias, este es el instrumento más útil de control de la actividad de los gobiernos.

Si esto es así respecto a la rendición de cuentas, el otro aspecto importante de este binomio que nos ayuda a evaluar la calidad de nuestros sistemas democráticos: la sensibilidad de los gobernantes respecto a las demandas de los gobernados, parece no necesitar de mucha literatura para ser explicada.

Probablemente nunca una política económica y social ha vivido y sufrido tanta contestación y rechazo. Nunca antes, la oposición a una política pública había recogido una desaprobación tan palmaria y mayoritaria, incluso, entre los propios votantes del partido en el gobierno.

 

Es decir, no hay ninguna duda respecto a lo que, en este punto, opina la sociedad y cuales serían sus demandas: un cambio claro en la orientación de la política económica y social.

Entre otros mecanismos de expresión de esas opiniones y demandas, estarían las encuestas, los propios medios de comunicación, otra vez, las organizaciones de la sociedad civil y la actividad reivindicativa y expresiva en el espacio público: la acción colectiva.

La opinión respecto a algunos medios de comunicación, podría volver a repetirse en este punto. Las encuestas y la opinión de la sociedad civil no dejan lugar a dudas sobre qué piensa y qué defiende la mayoría de la ciudadanía de este país. Pero en este punto ha aparecido con mucha fuerza, un elemento más que contribuye a alimentar la idea de excepcionalidad de nuestros sistemas políticos: la represión selectiva de la protesta.

 

Después del 11 de septiembre de 2001, del atentado contra las torres gemelas, se aprobaron medidas de excepción que limitaban o anulaban derechos civiles y políticos y se otorgaba a los estados capacidades de control sobre sus poblaciones desconocidos hasta ese momento. En tiempos en los que la potencia y capacidad de las nuevas tecnologías nos acerca a la ucronía de 1984.

Esas normativas de excepción no fueron abolidas ni modificadas en lo sustancial cuando la situación cambió y hoy se usan contra los movimientos sociales y las protestas. Si los sistemas políticos pueden medirse por su capacidad para integrar y gestionar la disidencia, nuestros modelos democráticos demuestran, cada vez más, sus límites, sus estrecheces y su rigidez.

Por otra parte, la situación social creada, ha hecho posible que el miedo se convierta en un potente instrumento de formateo de las poblaciones en estas situaciones de excepción: aceptar lo que el poder dice o la exclusión completa y sin perspectivas. Así, en estado de shock, las poblaciones asisten, aturdidas, a un espectáculo cotidiano en el que se les golpea de manera implacable sin que aventuren a imaginar de donde saldrá su capacidad para seguir resistiendo la agresión.

 

Como vemos la calidad de nuestros sistemas democráticos está bajo mínimos y, además, con pocas posibilidades de poder ser claramente mejorada solo a través de reformas parciales o menores.

Quedan dos preguntas pendientes: la primera es que papel juega la Unión Europea en este contexto, si puede afirmarse, o no, que la UE se está convirtiendo en una democracia supranacional que puede, eventualmente, contribuir a mejorar la calidad de nuestros deteriorados sistemas democráticos nacionales. La segunda es, ¿qué puede esperarse, en estas circunstancias? Es decir: poblaciones abrumadas por el deterioro de sus condiciones de vida, sin perspectivas y sin futuro y en ausencia de mecanismos e instrumentos para hacer valer sus demandas y ser oídos y considerados en relación con su malestar y frustración.

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