Nostalgia, me quedó ayer, anoche, de aquel Madrid, mi barrio de la segunda mitad de los años cuarenta, cuando, en 1946, que acabé mi bachillerato, estábamos rodeados de ruinas de todas las guerras. Mi barrio, que tenía su ombligo en la calle de Carretas, y, más concretamente, en su número 6, piso segundo, que era cuarto, encima de Sederías Carretas, que llevaba el bajo y el primero, es decir, el entresuelo. Entre cliente y cliente, las dependientas, a veces, las más pícaras o las más jóvenes o las más alegres o las que eran como pájaros cautivos, se asomaban al patio, nuestro patio, que nosotros compartíamos con ellas y con las chicas del baile de los sábados por la tarde de la Casa de Aragón, que ocupaba el piso segundo, es decir, el principal. Nosotros nos asomábamos desde la galería solana del cuarto, y desde las habitaciones que al mismo patio se asomaban por sus otros dos costados, dos habitaciones a un lado, dos al otro.
Mi barrio, que abarcaba desde la Plaza Mayor hasta el cruce de Alcalá con Gran Vía, desde Gran Vía hasta la calle de Atocha. Y allí mismo enfrente, en seguida, la tasca mayor del mundo, que hacía esquina y podías entrar por Barcelona y salir por Cádiz, se llamaba La Gaditana y cuando dabas propi, el camarero agraciado gritaba que ¡dinero al bote! y el resto de la más de media docena que atendía la barra aullaba que ¡gracias! Y mira tú lo rumboso que podíamos ser los estudiantes de entonces, que a mí, pongo por ejemplo, me daban para el bolsillo cinco duros a la semana. Costaba un chato de vino tres perrinas, es decir, quince céntimos y te ponían un par de boquerones en vinagre, de tapa.
Cuando tienes los dieciséis, dieciocho años que nosotros teníamos entonces ¡qué mayor riqueza! Atardecer en las cuevas de Luis Candelas o media tarde en cualquiera de las plazuelas con niñas que jugaban al corro. Modistillas como ángeles castigados sólo temporalmente en esta tierra todavía algo mora de Madrid, castillo famoso, nosotros con Kipling recién leído, respetuosos y enamorados, pero sólo un poco, de la alegría de vivir. Fabricaban, unas amigas que tuve, pelucas de pelo natural, todas alrededor de una mesa, bajas las persianas, dejando entrar solo el polen de los rayos de sol por en entrecierre de las persianas, ventanas abiertas, niñas cantando abajo, en la plaza. ¿Ves? Esta peluca se la pondrá un a señorona o una señorita del pan pringao e irán a la ópera o a presumir o a sabe Dios dónde y nosotros estaremos haciendo otra peluca para otra y nunca iremos a la ópera. ¿Y por qué no? Pues porque la vida es así y vosotros no vais a ser estudiantes más que cinco o seis años y luego os iréis con la señorita del pan pringao a la ópera y si te he visto no me acuerdo. Por eso ellas se las tenían que saber todas y compartíamos alegría, pero ¡mucho ojo con lo demás! en el tranvi de la Bombi, que salía, creo que era el 9, de la calle de Preciados, atravesaba Sol y bajaba a la ribera del Manzanares, donde la verbena, churros a real la media docena, hechos un lazo para engarzarlos en otro hecho con un junco de allí mismo, de al lado del río, que, a fuer de escaso –aprendiz de río, le tienen llamado-, ni reflejos tenía. Y había laberinto de espejos y noria y tiovivos. Un a copa de anís, ellos decían que del Mono, para mojar los tejeringos, un real. Una peseta para merendar la pareja, a todo más dos pesetas y media y los demás lo ponían la alegría o el sol o la magia de haber sobrevivido, entre tanta ruina, a las miserias de la guerra, que había que olvidar cuanto antes.
Don Luis y doña Manuela, jugando no sé si al tute, creo que a la brisca, ya anochecido, en la cocina, que era el feudo de doña Manolita, que allí, en sus potes y sartenes, hacía magia y obtenía néctares y ambrosías. Habíamos comprado unas ampollas de sulfuro de carbono, que vendían en las tiendas de broma. El sulfuro de carbono huele a cuesco humano, rompimos una y dice don Luis: que te has ido, Manuela, y ella: ¡te habrás ido tú!, y un final de risas al descubrirse la falcatrúa de aquellos malvados que éramos. Todavía existían, llegando a la Puerta del Sol, según bajábamos de casa en la acera de la izquierda el café de Pombo, y en seguida, en la misma plaza, a la derecha según salías, el café de Levante, y enfrente el Universal. En una esquina, la editorial y librería Pueyo y junto al café de Levante, otra librería, la de San Martín, ante cuyo escaparate habían, muchos años antes, asesinado a Canalejas, por pararse a mirar libros, afición a veces mal mirada por los bárbaros de cualquier tiempo.
Hace ya tiempo, publiqué un libro de cuentos y uno de ellos se vivía en mi vieja e inolvidable pensión. Casi al final de mi estancia, tuvieron que contratar otra ayudante más, fue una asturiana recia, no sé si Lola, se llamaba, de generosas domingas, que cuando un viajero, que no estable, un día, a la sobremesa, quiso tocarle sin permiso la popa, de un solo sopapo lo sentó en el suelo con gran regocijo de los estables. Los más estables nosotros, los estudiantes, Luisito, el hijo mayor de los Lombao, que siempre le teníamos envidia porque entraba y salía, pasaba y nos miraba por encima del hombro, él, con su carrera ya terminada, trabajo, novia formal, iba siempre elegante como un pincel.
Mi barrio, que abarcaba desde la Plaza Mayor hasta el cruce de Alcalá con Gran Vía, desde Gran Vía hasta la calle de Atocha. Y allí mismo enfrente, en seguida, la tasca mayor del mundo, que hacía esquina y podías entrar por Barcelona y salir por Cádiz, se llamaba La Gaditana y cuando dabas propi, el camarero agraciado gritaba que ¡dinero al bote! y el resto de la más de media docena que atendía la barra aullaba que ¡gracias! Y mira tú lo rumboso que podíamos ser los estudiantes de entonces, que a mí, pongo por ejemplo, me daban para el bolsillo cinco duros a la semana. Costaba un chato de vino tres perrinas, es decir, quince céntimos y te ponían un par de boquerones en vinagre, de tapa.
Cuando tienes los dieciséis, dieciocho años que nosotros teníamos entonces ¡qué mayor riqueza! Atardecer en las cuevas de Luis Candelas o media tarde en cualquiera de las plazuelas con niñas que jugaban al corro. Modistillas como ángeles castigados sólo temporalmente en esta tierra todavía algo mora de Madrid, castillo famoso, nosotros con Kipling recién leído, respetuosos y enamorados, pero sólo un poco, de la alegría de vivir. Fabricaban, unas amigas que tuve, pelucas de pelo natural, todas alrededor de una mesa, bajas las persianas, dejando entrar solo el polen de los rayos de sol por en entrecierre de las persianas, ventanas abiertas, niñas cantando abajo, en la plaza. ¿Ves? Esta peluca se la pondrá un a señorona o una señorita del pan pringao e irán a la ópera o a presumir o a sabe Dios dónde y nosotros estaremos haciendo otra peluca para otra y nunca iremos a la ópera. ¿Y por qué no? Pues porque la vida es así y vosotros no vais a ser estudiantes más que cinco o seis años y luego os iréis con la señorita del pan pringao a la ópera y si te he visto no me acuerdo. Por eso ellas se las tenían que saber todas y compartíamos alegría, pero ¡mucho ojo con lo demás! en el tranvi de la Bombi, que salía, creo que era el 9, de la calle de Preciados, atravesaba Sol y bajaba a la ribera del Manzanares, donde la verbena, churros a real la media docena, hechos un lazo para engarzarlos en otro hecho con un junco de allí mismo, de al lado del río, que, a fuer de escaso –aprendiz de río, le tienen llamado-, ni reflejos tenía. Y había laberinto de espejos y noria y tiovivos. Un a copa de anís, ellos decían que del Mono, para mojar los tejeringos, un real. Una peseta para merendar la pareja, a todo más dos pesetas y media y los demás lo ponían la alegría o el sol o la magia de haber sobrevivido, entre tanta ruina, a las miserias de la guerra, que había que olvidar cuanto antes.
Don Luis y doña Manuela, jugando no sé si al tute, creo que a la brisca, ya anochecido, en la cocina, que era el feudo de doña Manolita, que allí, en sus potes y sartenes, hacía magia y obtenía néctares y ambrosías. Habíamos comprado unas ampollas de sulfuro de carbono, que vendían en las tiendas de broma. El sulfuro de carbono huele a cuesco humano, rompimos una y dice don Luis: que te has ido, Manuela, y ella: ¡te habrás ido tú!, y un final de risas al descubrirse la falcatrúa de aquellos malvados que éramos. Todavía existían, llegando a la Puerta del Sol, según bajábamos de casa en la acera de la izquierda el café de Pombo, y en seguida, en la misma plaza, a la derecha según salías, el café de Levante, y enfrente el Universal. En una esquina, la editorial y librería Pueyo y junto al café de Levante, otra librería, la de San Martín, ante cuyo escaparate habían, muchos años antes, asesinado a Canalejas, por pararse a mirar libros, afición a veces mal mirada por los bárbaros de cualquier tiempo.
Hace ya tiempo, publiqué un libro de cuentos y uno de ellos se vivía en mi vieja e inolvidable pensión. Casi al final de mi estancia, tuvieron que contratar otra ayudante más, fue una asturiana recia, no sé si Lola, se llamaba, de generosas domingas, que cuando un viajero, que no estable, un día, a la sobremesa, quiso tocarle sin permiso la popa, de un solo sopapo lo sentó en el suelo con gran regocijo de los estables. Los más estables nosotros, los estudiantes, Luisito, el hijo mayor de los Lombao, que siempre le teníamos envidia porque entraba y salía, pasaba y nos miraba por encima del hombro, él, con su carrera ya terminada, trabajo, novia formal, iba siempre elegante como un pincel.
Alegría sobrevenida
Una alegría, me llevé esta noche. Paso por el blog, sin saber por qué, hago un repaso de comentarios y me encuentro nada menos que dos, uno de una nieta y otro de un biznieto de mi querida queridísima patrona, doña Manuela, de Carretas, 6, 2º, que ya expliqué en su día por qué era un cuarto, según el modo de contar madrileño castizo. Una hija, la segunda, creo, de mis buenos de Pipi y Basi, que se casaron estando yo en la pensión, de modo que tuvo que ser allá por 1946 0 1947, y se acuerdan de la señorita Felisa, que cuando la convencíamos los estudiantes de que participara en alguna de nuestra fiestas, ella que siempre, elegantísima y seria, comía sola en una mesa de al lado de la galería, se animaba y cantaba con nosotros y nos decía en broma que no la tentásemos, que iba a perder la dignidad, y de Socorrito, que dormía al lado del teléfono, en una interior y ellos le llaman tía Coco. Y seguro que alguno tiene que acordarse de mi querida amiga Nines, que tejía bufandas inacabables y usaba zapatillas con un pompón azul en el empeine, que, no sé por qué, no he podido olvidar.
Doña Manuela, para nosotros doña Manolita, que, después de cenar, jugaba a la brisca en la cocina con el señor Lombao, a quien apenas veíamos porque trabajaba como un negro como jefe de los talleres del Informaciones que entonces dirigía don Víctor de la Serna, de dos de cuyos hijos, Manolo y Jesús, fui yo sucesivamente buen amigo en diferentes etapas de la vida.
Pues ¡no me iba a acordar de aquel sonado bautizo del primer nieto de mis patronos!, más que patronos, padrinos nuestros, que nos cuidaron y mimaban, sobre todo doña Manolita, en aquellos difíciles tiempos del racionamiento y siempre se arreglaba para darnos buenos guisos, en que ponía la magia inagotable de sus manos y la indispensable imaginación que en aquella época tenía que suplir las carencias de mercados y tiendas de ultramarinos, que era como se llamaban los colmados y tiendas de comestibles. Pagaba yo mil pelas al mes y eso comprendía un bocadillo hecho con media barra y una tortilla francesa a media tarde, porque entonces medía yo metro noventa y dos de estatura y pesaba setenta y seis kilos, y como dos de mis primos se habían muerto de ella alrededor de la fecha de mi nacimiento, tenía toda mi familia n miedo tremendo a aquella entonces plaga de la tuberculosis, de modo que pactaron con la patrona pagar un poco más y la sobrealimentación del bocadillo dicho.
¡Tiempos! La novia del hermano de Pipi, que nunca estaba en casa porque era aparejador y como es lógico sólo venía, soltero entonces, a cenar y dormir, se llamaba Fabiola, y le tomábamos el pelo a él escuchándole telefonearle, porque se escondía para cortejar telefónicamente desde una escalera que había al lado de la habitación de Socorro y llevaba al piso de arriba, una especie de ático, que hoy sería un estupendo dúplex. Arriba se hospedaban o dormían, según, mi primo Enrique Armas, su compañero de trabajo Antonio Llordén, del Barco de Valdeorras, Capitalina y Teresa, Capi y Tere, que eran las chicas de servir que ayudaban a la patrona además de su nuera, y aquel misterioso policía que no soy capaz de recordar cómo se llamaba.
Parte del bautizo lo celebramos en casa y otra parte en un merendero con organillo. Recuerdo haber visto fotografías en que aparezco con gorra visera de cuadros y pañuelo anudado al cuello, tocando el organillo, que en la fotografía no se ve, pero recuerdo que era amariillo y que Capi, un poco pimplada, bailando con no sé quien, agarrao como entonces se bailaban los chotis en un ladrillo, se cayeron en un arriate de flores.
Era aquella una casa inmensa, con pasillos larguísimos, en cuyas esquinas, cuando se acercaba el verano, ponía doña Manolita unos inmensos botijos blancos, que olían a tierra mojada y hacían un agua que sabía a gloria. Los botijos, la primera vez, se lavaban con agua mezclada con un puñado de anises. Mujeres de largo faldamento se ponían a las puertas de los toros y del fútbol con botijos análogos y por unas perras, entre quince y veinticinco céntimos, te dejaban echar un trago. Permitidme, ambos comentaristas del aburrido blog de un viejo octogenario, que os mande un fuerte abrazo, extensivo a cuantos descendientes haya tenido aquel matrimonio, bueno, honrado, trabajador y cariñoso como pocos, que recuerdo siempre con muy cariñoso y agradecido afecto.
Doña Manuela, para nosotros doña Manolita, que, después de cenar, jugaba a la brisca en la cocina con el señor Lombao, a quien apenas veíamos porque trabajaba como un negro como jefe de los talleres del Informaciones que entonces dirigía don Víctor de la Serna, de dos de cuyos hijos, Manolo y Jesús, fui yo sucesivamente buen amigo en diferentes etapas de la vida.
Pues ¡no me iba a acordar de aquel sonado bautizo del primer nieto de mis patronos!, más que patronos, padrinos nuestros, que nos cuidaron y mimaban, sobre todo doña Manolita, en aquellos difíciles tiempos del racionamiento y siempre se arreglaba para darnos buenos guisos, en que ponía la magia inagotable de sus manos y la indispensable imaginación que en aquella época tenía que suplir las carencias de mercados y tiendas de ultramarinos, que era como se llamaban los colmados y tiendas de comestibles. Pagaba yo mil pelas al mes y eso comprendía un bocadillo hecho con media barra y una tortilla francesa a media tarde, porque entonces medía yo metro noventa y dos de estatura y pesaba setenta y seis kilos, y como dos de mis primos se habían muerto de ella alrededor de la fecha de mi nacimiento, tenía toda mi familia n miedo tremendo a aquella entonces plaga de la tuberculosis, de modo que pactaron con la patrona pagar un poco más y la sobrealimentación del bocadillo dicho.
¡Tiempos! La novia del hermano de Pipi, que nunca estaba en casa porque era aparejador y como es lógico sólo venía, soltero entonces, a cenar y dormir, se llamaba Fabiola, y le tomábamos el pelo a él escuchándole telefonearle, porque se escondía para cortejar telefónicamente desde una escalera que había al lado de la habitación de Socorro y llevaba al piso de arriba, una especie de ático, que hoy sería un estupendo dúplex. Arriba se hospedaban o dormían, según, mi primo Enrique Armas, su compañero de trabajo Antonio Llordén, del Barco de Valdeorras, Capitalina y Teresa, Capi y Tere, que eran las chicas de servir que ayudaban a la patrona además de su nuera, y aquel misterioso policía que no soy capaz de recordar cómo se llamaba.
Parte del bautizo lo celebramos en casa y otra parte en un merendero con organillo. Recuerdo haber visto fotografías en que aparezco con gorra visera de cuadros y pañuelo anudado al cuello, tocando el organillo, que en la fotografía no se ve, pero recuerdo que era amariillo y que Capi, un poco pimplada, bailando con no sé quien, agarrao como entonces se bailaban los chotis en un ladrillo, se cayeron en un arriate de flores.
Era aquella una casa inmensa, con pasillos larguísimos, en cuyas esquinas, cuando se acercaba el verano, ponía doña Manolita unos inmensos botijos blancos, que olían a tierra mojada y hacían un agua que sabía a gloria. Los botijos, la primera vez, se lavaban con agua mezclada con un puñado de anises. Mujeres de largo faldamento se ponían a las puertas de los toros y del fútbol con botijos análogos y por unas perras, entre quince y veinticinco céntimos, te dejaban echar un trago. Permitidme, ambos comentaristas del aburrido blog de un viejo octogenario, que os mande un fuerte abrazo, extensivo a cuantos descendientes haya tenido aquel matrimonio, bueno, honrado, trabajador y cariñoso como pocos, que recuerdo siempre con muy cariñoso y agradecido afecto.