Estoy por apuntarme al Mirandés, por si este año es capaz, que debería, de ganar la Copa del Rey, como dicen en mi pueblo, “en silenquín, en silenquín”.
Copa que crece, se valora, devalúa y hasta se desvanece según conviene. Misterioso campeonato que puede o no importar, según las carencias, la abundancia o el busilis de quien la gane o la pierda en una final casi siempre al filo del verano, cuando todo se ha hecho en la temporada.
Porque el balompié, el fútbol, se jugaba antes en playas, patatales, parcelas desérticas o estadios, pero a base de esfuerzo, sudor, habilidad, tácticas y técnicas, patadones, patadinas, punterazos y regates en que intervenían siempre esencialmente, los pies y el pelotón, desde la pelota de trapo hasta le perfecta esfera sin peso, casi etérea, del de la moderna burbuja de plástico con que ahora se juega y se ha liberado la cabeza futbolera activa de aquellos encontronazos con la costura del “cuero”. Inconcebible, hasta mucho después, que interviniese dinero en el asunto.
Ahora juegan también el dinero y las palabras. Vas a un partido, a la tele o al campo, ves, consideras, criticas, estimas, con la indispensable subjetividad, que el arbitrio, como decían aquellos aficionados antañones, embarcó a los tuyos y favoreció al enemigo, vuelves al quehacer rutinario y cotidiano, pero al día siguiente descubres, te llega en oleadas, torrencial, el tumultuoso caudal de las palabras.
Ahora, al fútbol, que algunos llaman soccer, otros calcio y sabe el buen padre Dios de cuántas otras maneras, se juega también con palabras. Y las palabras, que “son aire y van al aire”, proporcionan, valor, heroicas leyendas, premios, consideraciones y colosales seísmos económicos. Lo que pasa sobre el césped del estadio, del patatal, del campo, en el terreno de juego, no es más que la punta visible de un iceberg casi inconmensurable donde nada es como es ni verdad ni mentira, sino punto de partida de construcciones retóricas en que intervienen toda clase de figuras de dicción y multitud de habilidades y juegos de tono y retintín.
Y así llega este anochecer, a la hora de vísperas, este toparse del Barcelona y el Madrid –cito por orden alfabético-, que debería ser un juego de habilidades, tácticas y técnicas jugadas con los pies, pensadas con la cabeza y realizadas con un pelotu y que las palabras han convertido en el choque a vida o muerte de dos ejércitos condenados a la heroicidad. “Moriremos” –han llegado a decir- “en el empeño”. No se trata de morir, sino de ser fuertes y hábiles, pero jugar siempre limpio y conscientes de que en lo que se está es en un juego.
Casi imposible, cuando lo que se ventila es la cantidad de pasta que entre pitos, flautas, complementos y gaitas da tantísima sombra a lo que pueda ocurrir.
No en el campo, donde podrá ser cualquier cosa, sino en el tremendo meteoro de palabrería que, pase lo que pase, se desatará mañana y del que se seguirá, inexorable, una catarata de fichajes y despedidas, compras, ventas, pagos y pufos.
Las palabras tienen una ventaja, que constituye su peligro: contra cada una, siempre, con razón o sin ella, cabe decir otra equivalente, igual de dura y tan susceptible como aquélla de herir o de matar, pese a que sean aire y vayan al aire. El aire, a veces, se hace irrespirable