En la noche, la radio, que ya no recordamos a quién se le ocurrió y no me refiero a Bell. Seguramente la radio. La gente llama por teléfono a los locutorios y cuenta sus amarguras, por lo general. Hay también quien se lo pasa bien, que si tiene suerte le cogen el teléfono en una centralita rara, vía satélite, y puede salir al aire a saludar a sus parientes o a decir que lo pasa ciertamente aburrido.
Un tipo de seguridad en una fábrica de plásticos en un polígono de metal. Un camionero con un extraño manos libres (prohibido recordar a Encarna y lo de Torrelodones), un taxista con la bandera de la crisis, levantada o bajada. Y esa niña que está sola en una ciudad que no es la suya, a la que le ha dejado, hace un par de horas, un novio que apenas conocía, y quien seguramente y tal vez también no sea de allí mismo.
Un alemán con acento andaluz, una copla que suena a isa canaria, valga la fragrante redundancia. Esa madre que se acuerda de algún hijo, y le echa un poco de imaginación a la ternura triste. Esas voces calladas, esos los amigos de la radio, que cantaba Dyango, el irrepetible trompetista de la voz de orujo. Esa tropa extraña que acompaña mi insomnio, el suyo y el de la locutora. Esa voz suave que te ayuda a dormir, poco a poco, a dormir.
Esa noche de samba en Puerto España, del Manuel Eduardo Soto. Ese, el loco de la colina, letra de los Beatles y música de Pink Floyd. La radio es el único milagro constatable de a diario, de a nocharniego. Buenas noches compañeros, aunque lo lean de día.