Creo que era ejemplo del primer elemento, los apterigógenos, de la clasificación de los insectos, me refiero al pececillo de plata, que se comía los libros de las bibliotecas. Le ha llegado, a él también, la puñetera crisis de los cojones. Ahora mil libros caben en un soporte informático de tres al cuarto, y doce mil en poco más, que cuando llegué yo a ese número y estuvo mi mujer a punto de ponerme el equipaje en el rellano de la escalera: o los libros o tú; conminatoria.
Esta mañana, en el desván, estadio de fútbol de botones, biblioteca, almacén, sede y territorio de las arañas y de los pececillos de plata, todos escondidos, cada cual en su provincia, ellas denunciadas por sus exquisitas telas, ellos por agujeritos como de carcoma paciente, me doy cuenta de esa llegada de la crisis al mundo fabuloso de los insectos.
Miles de libros en el bolsillo, y, como consecuencia, crisis para las lámparas, flexos y lamparillas de la lectura recogida, absorta, y de la lectura adolescente, bajo las sábanas, secreta, con tus padres vigilantes: ¡deja de una vez el libro, apaga la luz, duerme, descansa, que si no, mañana no hay quien te levante!
Miles de libros portátiles a la vez, como una bandada de patos volando con el guía por delante y dondequiera que se te ocurra, podrás cerciorarte de la cita oportuna, desde Erasmo de Rotterdam, elogiando la locura, hasta Clarasó y sus máximas de Blas, Baltasar Gracián o Aristófanes, con sus Lisistratas en huelga de amores.
Esta mañana me entristece la perspectiva de que esté a punto de mudar el paisaje de los lomos alineados de los libros, ejército de los elfos dormidos, sustituido por otro de libros virtuales, imaginarios, que ¿quién me asegura que no se disolverán o se borrarán de pronto, como por el mismo arte de magia con que se coleccionaron, agruparon, vienen conmigo, van contigo?
Va a resultar cierto aquello de que el saber no ocupa lugar.