No podemos seguir distraídos, ensimismados, espectadores timoratos del inmenso fracaso anunciado de un sistema que, intentando perpetuarse a pesar de la zozobra en que se halla, recurre a todos los medios imaginables para mantenernos inactivos, entumecidos, incapaces de reaccionar, de expresar nuestras protestas y propuestas, nuestros disentimientos, nuestros acuerdos.
Hasta aquí podríamos llegar: todos contemplando la “prima de riesgo”, los vaivenes de los valores bursátiles –los otros ya se abandonaron a su suerte hace tiempo- y los interesados comunicados de las agencias de “calificación”…
¿Y las condiciones de vida de la mayor parte de la humanidad? ¿Y el progresivo deterioro del entorno ecológico, de la habitabilidad de la Tierra? El “sistema” relega y aplaza temas esenciales para el cumplimiento de nuestros deberes intergeneracionales, del legado que debemos entregar a quienes llegan a un paso de nosotros.
Pronto se cumplirán 20 años de la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. Recuerdo la cuidadosa y rigurosa preparación que hicimos, en las Naciones Unidas en particular, para asegurar que la Agenda 21 constituyera la receta apropiada para restañar tantas heridas de la Madre Tierra, para evitar muchas otras.
Pero ya los “globalizadores” neoliberales habían levantado el vuelo y tintado todo de dinero y de mercados. Y así llegamos al año 2000 y no hubo fondos para la puesta en práctica de los Objetivos del Milenio, porque el único “objetivo” que perseguía y persigue el “gran dominio” es ganar más: deslocalizar por codicia la producción, economía especulativa, insolidaridad a través de paraísos fiscales, gobernación global por los países ricos…
No es de extrañar que, con estas pautas y “hojas de ruta”, los escasos intentos de frenar la degradación ambiental y el cambio climático se hayan quedado en “agua de borrajas”. Kioto… Durban…: los grandes países emisores de CO2 y gases con efecto “invernadero”, los mayores responsables de la contaminación de tierra, mar y aire no se comprometen alegando razones que, cuando se trata de procesos potencialmente irreversibles y sometidos, por tanto, a la ética del tiempo, representan, sin paliativos, una afrenta gravísima al conjunto de la especie humana.
Escribo hoy estos párrafos con apremio, porque en las reuniones preparatorias de Río + 20 se anuncia de nuevo la indiferencia y ambigüedad de las superpotencias, cuando el compromiso y la concreción son más necesarios y urgentes que nunca.
Ha llegado el momento de la movilización de los pueblos. Ha llegado el momento de reclamar, sin más dilaciones, la atención que la Tierra merece. Unos cuantos (8… 20…) no pueden, no deben, imponer su voluntad a todos los países (196).
Pongamos en marcha una amplia y tupida red en el ciberespacio, suscribamos los llamamientos que surjan de todos los rincones del planeta, para ser pronto millones los que exijan que Río + 20 represente el principio de una nueva era, una inflexión histórica en que, por fin, sean los valores éticos y los principios democráticos los que prevalezcan.
Si somos muchos, será posible.
Hasta aquí podríamos llegar: todos contemplando la “prima de riesgo”, los vaivenes de los valores bursátiles –los otros ya se abandonaron a su suerte hace tiempo- y los interesados comunicados de las agencias de “calificación”…
¿Y las condiciones de vida de la mayor parte de la humanidad? ¿Y el progresivo deterioro del entorno ecológico, de la habitabilidad de la Tierra? El “sistema” relega y aplaza temas esenciales para el cumplimiento de nuestros deberes intergeneracionales, del legado que debemos entregar a quienes llegan a un paso de nosotros.
Pronto se cumplirán 20 años de la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. Recuerdo la cuidadosa y rigurosa preparación que hicimos, en las Naciones Unidas en particular, para asegurar que la Agenda 21 constituyera la receta apropiada para restañar tantas heridas de la Madre Tierra, para evitar muchas otras.
Pero ya los “globalizadores” neoliberales habían levantado el vuelo y tintado todo de dinero y de mercados. Y así llegamos al año 2000 y no hubo fondos para la puesta en práctica de los Objetivos del Milenio, porque el único “objetivo” que perseguía y persigue el “gran dominio” es ganar más: deslocalizar por codicia la producción, economía especulativa, insolidaridad a través de paraísos fiscales, gobernación global por los países ricos…
No es de extrañar que, con estas pautas y “hojas de ruta”, los escasos intentos de frenar la degradación ambiental y el cambio climático se hayan quedado en “agua de borrajas”. Kioto… Durban…: los grandes países emisores de CO2 y gases con efecto “invernadero”, los mayores responsables de la contaminación de tierra, mar y aire no se comprometen alegando razones que, cuando se trata de procesos potencialmente irreversibles y sometidos, por tanto, a la ética del tiempo, representan, sin paliativos, una afrenta gravísima al conjunto de la especie humana.
Escribo hoy estos párrafos con apremio, porque en las reuniones preparatorias de Río + 20 se anuncia de nuevo la indiferencia y ambigüedad de las superpotencias, cuando el compromiso y la concreción son más necesarios y urgentes que nunca.
Ha llegado el momento de la movilización de los pueblos. Ha llegado el momento de reclamar, sin más dilaciones, la atención que la Tierra merece. Unos cuantos (8… 20…) no pueden, no deben, imponer su voluntad a todos los países (196).
Pongamos en marcha una amplia y tupida red en el ciberespacio, suscribamos los llamamientos que surjan de todos los rincones del planeta, para ser pronto millones los que exijan que Río + 20 represente el principio de una nueva era, una inflexión histórica en que, por fin, sean los valores éticos y los principios democráticos los que prevalezcan.
Si somos muchos, será posible.