El papel de la CELAC en la lucha mundial contra la pobreza

Nuestros pueblos no tienen ni la fuerza del dinero ni de los medios de difusión del mundo central para instalar un camino distinto. Pero pueden construir desde la práctica soluciones, escribe en una columna publicada por Tiempo Argentino el titular del Instituto de Tecnología Industrial.

La nueva entidad creada en Caracas, con el acuerdo de 33 naciones del continente americano, y sin la participación de los Estados Unidos y Canadá, es un ámbito cualitativamente distinto de todos los grupos y subgrupos regionales, más allá de que algunas delegaciones nacionales se cuidaran bien de señalar que seguirán participando de los anteriores.




Ante todo, en términos prácticos, señala la desaparición de la OEA, organización convertida en títere de la política estadounidense y utilizada para segregar a Cuba desde hace medio siglo. Pero es más, mucho más que eso. O lo puede ser.

Básicamente, puede ser el lugar en el que se configuren las ideas fuerza que guíen a nuestros países fuera del laberinto de la pobreza, que según CEPAL lastima a más del 30% de la población.




El mundo ha perdido sus mitos de progreso. Más allá de la racionalidad de los ámbitos intelectuales, que descalificaron hace mucho tiempo al capitalismo de mercado como la panacea, o al menos como un escenario sustentable, son ahora la piel y el bolsillo de millones de ciudadanos europeos y norteamericanos los que se encargan de cuestionar sin retorno el sueño americano.




Nuestros pueblos no tienen ni la fuerza del dinero ni de los medios de difusión del mundo central para instalar un camino distinto. Pero pueden construir desde la práctica soluciones, que con la capacidad de la gota de agua que horada la piedra se conviertan en la teoría que está faltando.




Es por eso que resulta crucial definir desde un primer momento cuáles son esas soluciones, al menos cuál es su denominador común.

En la CELAC conviven dos tipos de economías de perfiles casi opuestos. En primer término, aquellas que configuran un tejido de cierta densidad, con mediana capacidad de innovación dentro de sus fronteras y con vínculos comerciales con el mundo a través de los que exportan materias primas, pero también productos elaborados.


 


Los intercambios pueden tener saldo positivo global para esos países, como en el caso de la Argentina o Brasil, o negativos, como sucede con México. Pero tienen en todo caso estructuras industriales asentadas en su territorio, de las que hay que discutir la subordinación o la independencia respecto de cadenas controladas por transnacionales. Allí están.




Hay otra gran cantidad de países que forman parte de los más pobres del planeta, que no producen siquiera los alimentos que consumen y que además tienen balanza comercial negativa, o sea que se deben endeudar sólo para comer. La estructura industrial es allí mínima o inexistente.




Unos y otros, además de los que están en situaciones atípicas, como Venezuela o Cuba; todos, tenemos pobreza e inequidades fuertes a corregir.




Sin embargo, algunos –los que tenemos presencia en el comercio internacional e inversiones industriales de importancia– podemos construir alguna variante del sueño americano. Podemos creer que el aumento de la producción de bienes, que por supuesto debe traer aparejadas mayores inversiones y más ocupación, junto con la acción contenedora del Estado hacia los más humildes, es un escenario sustentable por el cual bregar y que constituye un modelo de referencia. Si eso es así, aparecen las recomendaciones técnicas para acelerar el paso. Evitar importar desde terceros países y hacerlo desde países de la región, por ejemplo, sería una manera clara de priorizar el destino común, ya que así aumentaría la demanda, la producción, el bienestar.




Está bien. Es de sentido común. Queda para un hilado más fino advertir la necesidad de que esa tendencia no sirva sólo para engordar multinacionales que aumenten el giro de utilidades al exterior y bloqueen la innovación regional en sectores clave. Admitamos, no obstante, que por allí va un camino. Hay sin embargo un punto muy serio y limitante: los países del segundo grupo antes mencionado, los más pobres, quedan en tal caso con la ñata contra el vidrio. ¿Cómo podrá cambiar su destino a través del incremento del comercio intra regional un país que no exporta prácticamente nada? ¿Por qué mejora ese país si en lugar de comprar la carne a los Estados Unidos la compra a Brasil o a la Argentina?




La pobreza de los países enteramente pobres –no los que tienen pobres, sino los que son integralmente pobres– sólo se eliminará si producen allí una parte sustancial de los bienes que satisfacen sus necesidades básicas. Para esa producción necesitan calificar a su gente; recibir tecnología de productos y de procesos; instalar plantas destinadas al consumo local con financiación generosa; contar con acompañamiento de gestión intenso y prolongado. No es el comercio el que resolverá allí la cuestión. Es saber cómo transformar la naturaleza, mediante la organización humana, para generar los bienes que hoy vienen de otros mares.




¿Quién podrá ejercer tamaño desafío de solidaridad tecnológica? Pues los países del primer grupo de la CELAC. Aquellos que ya producen sus propios alimentos, sus vestimentas, sus viviendas. ¿Cómo la harían? Con planes liderados por sus gobiernos y con participación de empresas de cada uno de esos países.




¿Por qué, en definitiva, deberían participar los ámbitos privados en esta epopeya? Por una razón elemental: porque sólo consume el que trabaja. Si se quiere incrementar el intercambio, primero hay que construir el consumo y esto requiere generar trabajo en la manufactura de los bienes más básicos.




La CELAC puede hacerlo. Los países más fuertes de la región tienen la próxima jugada en sus manos. Los estadistas que han concebido este ilusionante espacio pueden ser los directores técnicos de este partido decisivo para la región y para el mundo.



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