En el día de la Constitución

Tal día como hoy de hace ahora treinta y tres años, los españoles vivíamos con inusitado anhelo la víspera del referéndum de ratificación de la Constitución que hacía de España un Estado social y democrático de Derecho.

La significación que la aprobación de la nueva norma revestía en nuestra, hasta entonces, atribulada Historia política explica la práctica unanimidad que llevó hacer del 6 de diciembre un día festivo para la celebración por la ciudadanía de la Constitución con la que el pueblo español recuperaba en libertad su plena soberanía.

Pero el Día de la Constitución no debería servir únicamente para recordar lo que entonces se hizo, por más que probablemente no haya vuelto a darse un acto de autoafirmación del pueblo español que le sea equiparable.

El Día de la Constitución ha de ser también ocasión para valorar el texto constitucional en sí mismo, su creación y conformación, además de lo que desde su aprobación no ha dejado de aportarnos, porque, como en tantas otras cosas cotidianas de la vida en general, corremos el riesgo de acabar, si no olvidando, sí trivializando el valor de sus normas, el modo de su hechuras  y las posibilidades de futuro que aún conserva.

La Carta Magna nos enseño, y aún nos enseña, no sólo que había un lugar común en el que podemos encontrarnos todos los españoles, sino también que la política es, por antonomasia, diálogo.

Diálogo que, siendo el paradigma de la política, no es una cuestión sobrevenida, es una cuestión de voluntad.

La constitución nos mostró que aquellos que tenían la responsabilidad de impulsar el diálogo lo hicieron por sentido de Estado, los que debían dar el paso lo dieron con firmeza pero con la humildad del que sabe que tiene el adeudo ineludible de tender la mano.

Esta enseñanza sigue vigente hoy más que nunca.

Aquellos que tienen la capacidad de actuar tienen la obligación de actuar. No es una obviedad, a cada cual debe exigírsele el papel que los ciudadanos le han dado, y es importante escuchar, en cada momento, a las urnas y lo que de ellas deviene, como hicieron nuestros representantes en 1978.

Pues, Señoras y Señores, con todas sus imperfecciones y alguna que otra obsolescencia —cómo negarlas—, esa Constitución de 1978 es el cimiento de los derechos fundamentales que cada día nos protegen en nuestra libertad y, haciendo de la dignidad de la persona el quicio del sistema social, articulan la convivencia en paz y nos amparan frente a la arbitrariedad y el abuso de poder.

Este clima constitucional de libertad merece ser especialmente resaltado en esta oportunidad, porque este es el primer Día de la Constitución que celebramos sin la sombra aciaga del terrorismo, que era el último obstáculo para la libertad que España no había logrado aún superar y que, finamente, la tenacidad de los demócratas, la eficacia de las fuerzas y cuerpos de seguridad y la constancia de los tribunales de justicia han conseguido derrotar en una victoria que, solidarios con su sufrimiento, ofrecemos como sentido homenaje a las víctimas, cuya memoria y dignidad no pueden dejar de permanecer en el centro mismo de nuestras conciencias, por más que la violencia de ETA, que no sus muy dolorosas consecuencias para tantas y tantas familias, parezca haber cesado en sus más crueles manifestaciones.

 

Libertad, pues, como gran activo de la Constitución. Y tanto como la libertad, solidaridad, en cuanto herramienta de la igualdad, el otro gran eje de la Constitución de 1978.

Solidaridad para con los menos favorecidos:

Solidaridad, ante todo, con las personas a las que la vida más difícil les viene. En esta durísima crisis que estamos sufriendo, son muchos los más castigados, es insufrible el número de parados, desoladora la cifra de familias que no tienen lo necesario, y, ante esa realidad, tan poco amable ciertamente, la Constitución reclama solidaridad, justicia distributiva, sellar las zanjas de la desigualdad.

Y solidaridad también entre los territorios, autonómicos o locales, respecto de los que la misma Constitución que les reconoce y garantiza la autonomía es la que les reconoce y garantiza igualmente el derecho a la solidaridad de los situados en mejor posición, porque, no lo olvidemos tampoco, el autonomismo constitucional es, o debiera ser, un autonomismo antes cooperativo que competitivo.

Nuestra Región sabe bien de que estamos hablando. Nos ha dicho en las urnas, en muchas ocasiones, que no comparte un regionalismo excluyente o periférico. Sabe bien que sus problemas se solucionan formando parte sólida de España.

La Constitución, señoras y señores, acaba de ser reformada dentro de la estrategia europea para hacer frente a la compleja y delicada situación económica y financiera que viven sobre todo aunque no solo los Estados de la zona euro.

Es una reforma necesitada de implementación por ley orgánica, y, por ello, no se le pueden pedir logros inmediatos concretos, aunque no es dudoso lo que nos ordena: estabilidad presupuestaria y reducción del déficit, para garantizar la sostenibilidad económica y social, lo que, a su vez, en el marco de las soluciones de la Unión Europea, requiere de los poderes públicos austeridad y contención, entendidas una y la otra de manera tal que no resulten incompatibles con el crecimiento, sin el cual no hay recuperación posible.

Pero no son esos extremos de la reforma los que quisiera subrayar en este acto dedicado a la Constitución.

Lo que sí quisiera resaltar son dos aspectos que la reforma en cuanto tal pone de manifiesto y que, creo, vienen ciertamente al caso:

La reforma evidencia, en primer lugar, la europeidad de España, que no se entiende ya sin la Unión Europea, como la Unión Europea no se entiende sin España.

No es ocioso señalar a ese respecto que las dos únicas reformas constitucionales habidas hasta la fecha han traído causa, las dos, de nuestra europeidad:

La del artículo 13 en 1992, para reconocer el derecho de sufragio pasivo a los nacionales de otros Estados miembros en las elecciones locales y acomodar así el texto constitucional al Tratado de Maastricht, y esta de ahora del artículo 135, que, según reza su Exposición de Motivos, busca «reforzar el compromiso de España con la Unión Europea».

Y, en segundo lugar, aunque no en importancia, la reforma, con independencia de su contenido, acredita que la Constitución vive y se vive, que no es incunable de vitrina, sino que, depósito de la soberanía popular, sigue constituyendo el fundamento de las políticas públicas que nos hacen progresar.

Lejos de ser un signo de deterioro o envejecimiento, la reforma es fe de vida de y para la Constitución, prueba de confianza en su capacidad ordenadora, y, en esa medida, quizás fuera positivo desacralizar las enmiendas constitucionales, aunque, ciertamente, la rigidez de los procedimientos de reforma de la Constitución de 1978, sobre la que tal vez debiera reflexionarse, no lo hace precisamente fácil.

Termino ya.

Porque la Constitución está viva, porque en la Constitución nos seguimos reconociendo, porque ella preserva nuestra identidad, y porque, a pesar de sus más de treinta años, está aún cargada de futuro, considero que está plenamente justificado que, también este difícil año, le dediquemos, como con este Acto lo estamos haciendo, un momento de nuestro siempre apresurado y sobrecargado tiempo para congratularnos de su aprobación y su vigencia.

Muchas gracias y ¡Viva la Constitución!

 

*Presidente de la Junta General del Principado

 

 



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