Tanto las sociedades como los individuos se conducen en la vida guiados por un puñado de tópicos, a los que dan la condición de evidencias incontrovertibles. Tales tópicos —que coinciden más o menos con lo que Ortega denominaba «creencias»— no son, en la mayoría de los casos, sino un conjunto de prejuicios o de fantasías sin ningún fundamento o con nula capacidad para interactuar con la realidad, pese a su pretensión de poseer la capacidad de transformar o modificar esta en un determinado sentido. Ahora bien, la condición de «creencia» ínsita en esos tópicos —que adoptan a veces la forma de discurso holístico, religioso o político (con el nombre en este caso de ideología)— implica su carácter abstracto, etéreo y difuso, y, por lo tanto, la práctica imposibilidad de ser contrastados de forma fehaciente con la realidad que dicen describir o sobre la que pretenden ser capaces de influir. Es más, esos tópicos suelen conllevar, en aquellos de sus más firmes poseedores, mecanismos mentales que los dotan de la capacidad de escaparse de la refutación en los casos en que la realidad parece ponerlos en cuestión de forma innegable. El primero de esos mecanismos es el de la argumentación de que la idea no está equivocada, sino que ha sido errónea su aplicación o que ha habido una conjura para torcer lo que debería haber sido derecho. El segundo, la negación de la evidencia —más frecuente de lo que parece— con el auxilio de la fe, la cual consiste, como he dicho en otras ocasiones, «en no creer lo que vemos en virtud de lo que creemos que debemos ver».
Pero no es mi intención hacer aquí un análisis de los tópicos sempiternos o de los de larga continuidad, sino simplemente de cuatro de los que circulan estos días. El primero es el de que la economía española no crea empleo por debajo de un crecimiento del PIB del 2,5%. Dicho ello así, parece una especie de maldición bíblica o de condicionamiento climático. Y, sin embargo, es posible modificar ese límite y crear empleo con un crecimiento bastante menor. Bastaría, a tal fin, con modificar algunas de las componentes que en este momento no invitan a los empresarios a invertir, esto es, algunas de las componentes que vienen configurando ese umbral histórico del 2,5%, como la legislación laboral o la tributaria.
Otra de las frases manidas es la que supone que es necesaria una masiva inversión estatal a fin de incentivar el consumo para crear puestos de trabajo. Quienes lo dicen —y hay ahí desde economistas a seguidores de ciertos partidos y grupos de comunicación— olvidan que a lo largo de los años anteriores el gobierno socialista realizó una cuantiosa inversión pública de tipo keynesiano (Plan E, cheques bebé, devolución de 400 euros de la declaración del IRPF, incremento de las prestaciones sociales), sin que ello repercutiera en el empleo. Mucho mayores han sido los estímulos públicos a la economía en EEUU (incluidos los bancos, como en España), y tampoco ello se ha traducido en la reducción del paro.
La idea de que una mayor integración fiscal puede ser la salvación del euro y de nuestra economía es hoy un aserto sin réplica. No es, empero, segura su verdad. Puede tener, tal vez, la utilidad coyuntural de que Alemania permita al Banco Central comprar deuda en mayor cantidad, pero, a medio plazo, la única beneficiaria de una mayor integración fiscal es solo el país germánico. Porque, efectivamente, nuestro problema económico de fondo no es ni el financiero ni, siquiera, el del paro, sino el de nuestra estructura productiva y nuestra competitividad. Para reducir el diferencial que nos separa de los países más industrializados en esos ámbitos necesitamos, aparte de otras muchas cosas, instrumentos que nos permitan favorecer la acumulación de saber y capitales en nuestro mercado interior, así como poder disponer de ciertas ventajas en el mismo para los momentos iniciales de ciertas empresas. Si carecemos de política monetaria y renunciamos a la política fiscal, nuestro único camino competitivo es el abaratamiento de costos en sectores tecnológicamente no punteros o que, al menos, no requieran una gran inversión inicial en conocimiento y en capital; lo que imposibilitaría o dificultaría enormemente la primacía o excelencia industrial y tecnológica.
Señalemos únicamente otro más de estos tópicos, el de que la última reforma laboral del gobierno no ha servido para nada, cuyo corolario es que las reformas laborales no ayudan a crear empleo. Neguemos la mayor: no ha existido ninguna reforma laboral. Para que esta exista de verdad son necesarios dos requisitos, el primero, que atienda a las necesidades de la pymes, que crean el ochenta por ciento del empleo; el segundo, que los costes del despido sean siempre previsibles, esto es, que no dependa de un juez su admisión, tanto en el tipo de puesto de trabajo amortizado como en la persona concreta que es objeto del despido. Mientras esto no suceda así —amén de otras cosas—, no hay reforma laboral alguna.
PS. Doña Sinde y el patronato de mujeres pesoeras acaban de poner en marcha una calificación moral para las películas, según su contribución a la salvación de las almas (de los cuerpos, más bien) en relación con el discurso de la llamada igualdad de género. Les guste o no a los generopredicadores, el mecanismo es el mismo que el de aquellas admoniciones que la Iglesia realizaba sobre las películas según sus patrones morales («mayores con reparos», «gravemente peligrosa», etc.), también con la buena intención de salvar nuestras almas, primero, y, después, en los escatológicos, nuestros cuerpos. Las visiones holísticas tienden a ser siempre visiones totalitarias y conminatorias, que se ejecutan en mayor o menor grado después, según tiempos y capacidades. Unas, las religiosas, pretenden gobernar este mundo (y gobernarnos) con el pretexto del otro; las otras, las políticas, pretenden gobernar este mundo (y gobernarnos) con el pretexto de otro. Esa es la única diferencia: la excusa, el pretexto. No la voluntad ni el método.