Das en leer lo último de Pilar Urbano y se abren las carnes atisbando por entre los cortinajes las manos en que andamos con frecuencia las pobres gentes esforzadas de cada día. No parece posible que semejantes personajes escriban la historia, y sin embargo …
No sé por qué, regreso esta mañana a alguno de los claustros recorridos en lo que ahora son paradores de turismo o pousadas equivalentes de Portugal, donde todo el aire es brisa marina. Contrasta la sosegada paz con estos protagonistas de novela barata y chisme que corre de boca en boca, cuentiquinos de aldea, códigos secretos de patio de colegio y que no se entere el señor maestro de que lleva la chaqueta de pana manchada de tiza.
Soledades y silencios, si acaso unos cipreses en la esquina, el pozo seco o la fuente que no calla, diurética, en medio de la noche apenas discretamente apartada, como un crespón, por lamparillas disimuladas.
Son increíbles las dimensiones de esta castaña del mundo, flotando en medio del Universo con todos nosotros a bordo y en las cabezas, desde la más mínima banalidad hasta los cálculos asombrosos que nos permiten medir lo inconmensurable y establecer hipótesis hasta de cómo empezó o acabará no sabemos qué, que sin duda nos abarca y concierne.
De pronto, en esta mañana clara de primeras heladas del invierno inminente, salto de libro en libro, buscando el sosiego de alguien con quien compartir la inquietud con que me despertaron esta mañana las trivialidades de la gente que dicen importante de cada época.
Heñir, era lo que se hacía y tal vez hace para dar el último apresto a la masa antes de hornear el pan. Darle una paliza, para sosegarla, a la pasta. A la gente ¿cómo se conjuga?, se nos hiñe como si fuésemos homogéneos, estuviéramos a punto para hornear y salir formados, bien cocidos, bollos de cuernos y panchetas, bollas y chapatas, blandura de la miga y la corteza crujiente. Debe ser cosa del frío, esto de que se me salten las lágrimas, nada más abandonar el zaguán y entrarme en la calle, donde la vida bulle, acoge, se siente y cada uno que pasa, con que te cruzas, es carne, hueso y alma volandera, y se ve en cada sonrisa que la gente, a pesar de todo, es capaz de sueños.
“Espántase si agita en la maleza
las leves hojas, juguetón, el viento;
y si el verde lagarto
entre zarzas oculta las remueve,
el corazón del cervatillo tiembla
y tiemblan sus rodillas …”
La oda de Horacio me devuelve a la Tierra, este lugar de cuya piel no quiso vender ni siquiera un retazo aquel jefe indio al señor presidente de los EEUU porque ¿cómo puede venderse los que el Gran Manitú ofrece a todos los hombres?