Quedan pocos caballos y se ve que no son de trabajo. No hay feria de Santa Catalina que valga. Ni gochinos para tratar de vender ni bueyes para presumir. Una ringla de caballos en el llerón del río, para que se produzca un cierto parecido con lo que fue la feria y fiesta anual de Santa Catalina en un tiempo pasado ni mejor ni peor, en este orden de cosas, sino diferente.
Ahora con los caballos se presume y se pasea, pero la mayoría no sabemos montar y ya quedan escasos centauros de los que se hacían uno con la cabalgadura y la conducen con las rodillas, todavía alguno.
-¿Y los caballos
-Ahora llévolos n’el motor del coche, ¿nun oyes cómo ruxen cundo paso?
El mocerío tiene trucados los motores y le hace milagros al tubo de escape para que ruja el cochecito como si fuese un fórmula uno Un gallego que vino pensando que asistía a una feria de verdad con dos casi purasangres, enfadado, los remete en el furgón y se va diciendo en voz baja lo que no se enteren dueñas.
Saco unas fotos, más para que la cámara disfrute haciendo maravillas que para disfrutar yo, que me acuerdo con hacía las mil y una piruetas para buscar “tomas” y ahora bastante hago con remar trabajosamente hacia una esquina y desde allí buscar curiosos efectos de luz. Me parezco a esos pintores abstractos que toman una esquina, un reflejo, el cacho roto de una porcelana y sacamos la fotografía del viejo o la del miope, que desmenuzan lo que alcanzan para que su reproducción deforme parezca inhabitual, cuando sólo es que está mirado de distinta manera.
Del día de Santa Catalina se ha conservado la tradición de comer callos procedentes de la matanza reciente. Comemos callos, acompañados de un vino de La Rioja y unas patatinas fritas, que los suavizan, despojados como vienen de excesos de picante, cual conviene a viejecitos como mi mujer y yo.
Nos dieron ayer premios de Libertad de Expresión, que confiere y reparte el director, redactor jefe, administrador y hasta repartidor de un periódico comarcal, La Voz de Occidente. Bueno, creo que más o menos les agradecía ayer, éste es un premio simbólico, que desmerece en una lista de personas que de verdad defendieron la libertad de expresión con riesgo y quebranto de su carne, derramamiento de su sangre y frecuente y profunda herida de su faltriquera. Lo mío, al fin y al cabo, no fueron más que palabras y coadyuvar en la solicitud de ayuda económica para cada fiesta anual de esta manifestación, una de las más importantes, de la libertad, base y fundamento, junto con la paz, de la convivencia humana.
La otra pata del trípode es la justicia –justicia, paz y libertad cimentan la convivencia indispensable para la vida-, pero la justicia es mudable y depende, tal y como la entendemos los humanos, del tiempo y el espacio en que se invoca y se dice que se aplica por la diosa antropomórfica de los ojos vendados, hay ocasiones que dejando rendijas subrepticias para por lo menos entrever, pero ésta, como diría Rudiar Kipling, es otra historia