Esos versos de Joan Manuel Serrat

Escribo estas palabras en  un cercano otero sobre en un saliente del Mediterráneo  valenciano, “ese estuario plateado” de los cartagineses, que Homero convirtió en mar de  ficciones, ninfas, pitonisas, hijas de reyes,   y dioses recelosos de los  humanos. Habiendo venido a recorrer el sentido de la muerte y la solidaridad hermanada a Miguel Hernández llegando de la Valencia del Cid – ciudad en la que vivo medio exilado - , voy a paso de andariego  retomando el sendero que habrá de llevarme a Orihuela, y una vez  en esa heredad, escuchar el aliento del poeta herido por el rayo,  mientras Joan Manuel Serrat canta los poemas al “hijo de la luz y de la sombra”.

“…El corazón traigo lleno / de un alegre resplandor.  /  Si me matan bueno: / Si vivo mejor”.

Algo más al sur o todavía más allá, en Puente Vaqueros, Granada, otro juglar – piel cobriza, ojos saltones, pelo raso, cara de gitano moldeado en fragua -  grita al cortijo de adobes blancos de cal:

“Abrir puertas y ventanas las que vivís en el pueblo, el segador pide rosas para adornar su sombrero”.

Era una copla  tejida  hace media vida atravesando   la frontera de Francia saliendo de Gijón, en una  pequeña compañía  teatral dedicada a  representar en Burdeos, a orillas del Garona, “La casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca.

Esa canción del coro de los hombres reclamando, tras las gruesas paredes del caserón en el  que Bernarda cuida la virginidad de sus hijas, abrir puertas y ventanas, fue expresión cabal de que las fronteras deberían ser cual océano: portón sin tranca para no impedir  a los oleajes cruzar la inmensidad aguada.  

Fue una quimera y lo supimos  demasiado tarde.  Desde el día en que se abandona la tierra de la nacencia, el manzano florido, el hórreo, el pequeño riachuelo en que como Orestes uno se baña por vez primera tras  la alquería,  se hace uno emigrante para siempre.

Y si regresara asustado, padecerá la tragedia de Ulises: no ser de esta orilla ni de aquella otra caribeña, al quedar varado, a modo del mojón, sobre la raya fronteriza de la vida.  

Habiendo partido actualmente muchos venezolanos y venezolanas  al destierro obligado, pronto conocerán las bofetadas del exilio. Allá, en su lar materno,  el orbe pueblerino se les caía encima; el país, embochinchado, va de la ilusión al desencanto, mientras aquí, en tierras de Europa,  las ventanas se les cierran con aldabas y las amarguras se acumulan  sintiendo sobresaltos de ahogo.  Cada día es más difícil hacer nido en otras arboledas. Las naciones van levantando inmensos muros que rozan las nubes.

Los antaño paraísos libertarios han cavado profundas  fosas repletas de púas por orden expresa  del estamento  más alto de la sociedad: Los comisariatos contra la emigración indeseable.  Ellos  son ciegos. Sienten y palpan el olor, y todo proscrito sin papeles, le  huele a descomposición, malaventura, desazón y dolencia  apestosa.

El egoísmo es la flor escarlata más espaciosa. Se habla de humanismo, de  nirvanas abiertos a todos los céfiros, y cada vez hay más guetos, portones infranqueables, y una vigilancia policial planetaria cuya misión sacrosanta es hostigar a los desplazados. 

En mitad de esa componenda, uno va camino de Orihuela al encontronazo del único e inevitable requiebro:

“Quiero escarbar la tierra con los dientes, / quiero apartar la tierra parte a parte / a destelladas  secas y calientes…”

. “…Compañero del alma, compañero”.  

  rnaranco@hotmail.com  



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