La convivencia entre árabes y judíos es una atadura en la faringe que impide atesorar un o resquicio de esperanza. La sangre llama, y cuando se encuentran, el polvo, el agua y la cutícula cobriza, se cubren de escarlata quejumbrosa. Historias, de uno u otro signo hay muchas, algunas iguales y a la vez distintas. ¿Y la verdad? Atravesando el aire transparente entre las estribaciones del Río Jordán y las riberas salitradas del Mar Muerto.
No es una frase hueca si decimos que judíos y palestinos están obligados a entenderse mientras el cielo y la tierra coexistan. Han vivido juntos desde el principio de los períodos bíblicos y lo deberán seguir haciendo. ¿Alguien recuerda hoy que por los caminos de Beer Sheba existió un largo período de paz entre esos dos pueblos nacidos a las sombra de los profetas?¿Algún día renacerá el sueño de Isaías en la brillante luminosidad de esa tierra en la que esas comunidades están destinadas por los dioses a vivir yuxtapuestas?
Así dice el versículo: “Y alegrarme con mi pueblo, y nunca más se oirán voz de lloro ni voz de clamor. Y edificarán casas, y morarán en ellas; y plantarán viñas, y comerán el fruto de sus cepas”.
No es extraño que el síndrome de esa ciudad, tan universal como la luminiscencia y el aire, sea el soplo de una pasión desmedida levantada sobre millones de almas a través de los siglos, desde aquel lejano día en que David lanza una piedra sobre la cabeza de Goliat, lo derriba, es nombrado rey, y comienza la historia más apasionante jamás contada, debido a lo que tiene de sublime locura, ramalazo sin fin, amor a raudales y religiosidad infausta.
Al escribidor Jerusalén le ayudó a comprender la paradoja de esta raza cuya resignación es la expresión de su propia existenciaRefieren los hechos de este pueblo que cuando el antisemitismo se fortaleció a mediados del siglo XIX, los judíos consideraron que había llegado la hora de regresar a la tierra prometida, poseer surcos para arar, un pedazo de campo con sinagogas y un rincón inviolable donde enterrar a sus muertos.
El 14 de mayo de 1948, tres milenios después de la primera gran expatriación, Ben Gurion proclamó la segunda fundación del estado de Israel. Con ella llegó la Guerra de los Seis Días, las revueltas de la Intifada, y nada de ello impidió consolidar la nación y ser el único país con una democracia consistente y ejemplar en el Medio Oriente.
Muy escasas veces en la historia un pueblo ha tenido que moldear cada día su sentido de nación con el empuje, coraje y fe que lo continúan haciendo los descendientes de las Doce Tribus de Israel. En el Talmud se lee: “Diez medidas de belleza descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta.
Diez medidas de dolor descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta”. rnaranco@hotmail.com