Retornar a la seducida Nápoles

Si las calendas del tiempo  y el viento de la vida lo permiten, este  domingo 6 de  octubre estaré en Nápoles camino de la Isla de Capri. Dos lugares que llevo siempre en mis talegos.

Bien nos acordamos ahora  que sobre el calendario romano, calenda se da a la primera amanecida de cada mes, pero  Gesualdo Bufalino, en una especie de autobiografía en que los fantasmas de la vida se van desnudando con extraño pudor, habla de “Calendas Griegas”.

En ellas refleja sus propios días entre los senderos  del alma. Lo sabemos por los riachuelos de risas, dudas, un poco de sangre, una lágrima furtiva  y algo de pasión amorosa aflorando en sus páginas, mientras Grecia solamente es la bruma tras la ventana entreabierta, un recuerdo – hermoso sin duda – de juventud.

De esa tierra helénica imperecedera  nos envuelve el aire y las costeras de Creta, brumosas en la lejanía camino de Chipre, donde en  fechas lejanas acudimos a bañarnos en aceite de oliva.

Fue una ceremonia pagana igual a   la observada en insondable silencio por Curzio Malaparte en la Torre del Greco, atalaya erguida  en la cerca Nápoles. En lugar de efebos pariendo muños de carne en una representación repugnante a la pálida luz de la luna, había mujeres con pechos igual a cántaros de leche y pasión lasciva desatada.

Sentado en una rinconera de peñascos, el mar  Tirreno – azul intenso, brillante y casi plata –  se percibe como al cambiar la luz de la tarde, también lo hace la costa de Salerno,  y así,  tras un blanco translúcido, viene  un manto de sombras, ahora rojas, ahora grises.

En una carta a su hermano Stanislaus, James Joyce le dice: “¿Alguna vez te has puesto a pensar lo importante que es el Mediterráneo?”.

Mirándolo  desde el Monte Solaro, ese inmenso lago salado a nuestros pies  se transformaba en unos espejos intensamente añiles.

Había llegado el instante de tomar las alforjas,  y regresar  a la Valencia mediterránea de todas nuestras  honduras pavonadas de salitre.

 rnaranco@hotmail.com



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