A La Habana con amor y destierro

Estoy ahora desnudando mi propio aliento frente al lector, tal como  lo hice  la última tarde de mi permanencia  en La Habana, antes de ser detenido, frente al Malecón, ese paseo marítimo más resplandeciente que ojos humanos pudieran percibir jamás. 

Una puesta del sol en esa atalaya frente océano Atlántico,  es saber que el paraíso existe. Y las cárceles de igual forma.

Al añejo Malecón se debe llegar siempre con un manojo de gardenias en las manos, unas hojas de menta, limón verde y una botella de ron blanco para festejarlo haciendo  mojito. Si tercia, una guitarra, para envolver la rumba, el son, el cha-cha-cha o un bolero de Chucho Valdés, en brisa candorosa  con sabor a  salitre. 

Sobre esa bahía de todos los gozos y quimeras, un pueblo atado a un corsé revolucionario hace tiempo rancio, ansía volverse garza y volar, pues el paseo habanero es  igual a los versos de Homero Manzi:  “Nostalgia de las cosas que han pasado, / arena que la vida se llevó, / pesadumbres que han cambiado / y amargura del sueño que murió”.

 ¡Cuánta historia humedecida por la añoranza en esa larguísima caminadora donde han germinado demasiadas   pasiones humanas, unas convertidas en polvo huracanado y otras en vientos de olvido!

Era un mes de abril de 1893 cuando pisó El Malecón  la Infanta Eulalia de España. Vino a salvar de las garras  de los cañones del Maine lo que ya no tendría salvación, sobre todo cuando ella bajó de la goleta vestida con los tres colores de la bandera insurrecta. Hacía calor y la princesita, rubia como el sol cubanísimo, se cubrió de un traje de “mansouk” azul cielo con puntillas blancas, resguardando su cabello bajo una preciosa pamela rebosante de rosas rojas.

El Malecón no era sino una bahía de luz rodeada de plazas, fortalezas, iglesias y conventos, por eso Fayad Jamis, en un poema trabajado como un amuleto contra la nostalgia del alma, expresó: “Si no existieras yo te inventaría, mi ciudad de La Habana”. 

El tedio fidelista no cambió la esencia innata del paseo, ya que  la metrópoli, toda femenina  a razón de las eses  de su nombre indígena, Siboneyes, sigue siendo esencia perdurable. Nicolás Guillén lo matizó sobre un sorbo  de canela: “Amo los barcos y las tabernas / junto al mar, / donde la gente charla / bebe / solo por beber y cantar. / Allá huele a pescado, / a mangle, a ron, a sal.” 

De ese prolongado bulevar  de agua, salitre  y piedra,   surgió   la melancolía de los que estamos fundidos  los emigrantes del éxodo y el llanto.

 rnaranco@hotmail.com 



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