Apropiadamente lo supimos antes de llegar. Habíamos regresado peregrinamente a la playa levantina de tantas afinidades, y era como si la esencia de lo que somos formara parte de esa arenisca.
Entre las dunas, saltando sobre espesos juncales, nidos de ánades, patos y cercetas de la laguna cercana, uno supo que las mujeres hermosas renacen en los primeros días de junio en la playa mediterránea, y se evaporan, como la baja niebla, a finales de la primera semana de septiembre de 2024
¿Y adónde van? Nadie lo supo, pero igual que los patos de la laguna y los almendreros en flor, regresan cada año con la brisa del verano en ánforas cretenses.
Son los ineludibles ciclos de amor, esos embrújelos permanentemente cambiantes, protegidos de Neptuno y escondidos por Minerva.
A eso jugábamos entonces. A ser hombres fogosamente enamorados sin descanso, con miedo de que todo fuera un sueño y se hiciera ceniza.
Y el mar, presente, vigilante y cómplice de cada una de esas embestidas, nos miraba serenamente por detrás de los cañaverales.
La poesía era por ese entonces, no un arte en el sentido de la palabra, sino un ramalazo del alma, un hervir de la sangre, una forma de transformar la saliva desde el fondo de las entrañas y amasar con ella palabras tan potentes como la luz y las noches profundas cerradas en lluvia.
Entremezclábamos gritos sin miedo - ése llegaría después y nos destrozaría a zarpazos - para probarnos a nosotros mismos y sentir la sangre correr en las venas con la furia desbocada de una catarata sin fin. José Hierro (acero y miel al mismo tiempo), el poeta de nuestros desahogos, nos lo predijo:
“No fue jamás mejor aquello. / Esto de ahora es doloroso; / pero el dolor nos hace hombres / y ya ninguno estamos solos. / Alto fue el precio que pagamos: / miseria y llanto en los ojos, / nuestros mejores años verdes / y nuestros sueños más hermosos”.
No tenia sentido, pero cuando lo supimos, era ya tarde. Habíamos subido nosotros también al último furgón de nuestra vida.