Esto que tengo de barro

No me  tiembla  la muerte, sino su misterio y lo que pueda encerrar. Igualmente el enigma de la existencia de Dios. Si existe, estará ahí y lo que yo diga, haga, piense, medite o discuta, será una insignificante mota de ceniza en la  fragilidad  de la vida. El pensamiento coetáneo, lugar en que los filósofos colocan  la antropología de las ideas, algo así como el alma, el cuerpo corporal, el sentido de la vida, la sexualidad, el yo y el tú, y hasta la ética de la perplejidad, se inunda  de conceptos pretendido comprender lo que no entendemos por mucho esfuerzo que hagamos, pero lo hacemos con la finalidad de darle algún sentido a nuestra existencia, y eso, en sí  mismo,  es   loable.

Johannes Kepler, en su obra sobre los misterios del Cosmos,  cuyo nombre es “Mysterium Cosmographicum”, nos decía: “No nos preguntemos qué propósito útil es el canto de los pájaros, cantar es su deseo desde que fueron creados para cantar. Del mismo modo no debemos preguntarnos por qué la mente humana se preocupa por penetrar los secretos de los cielos... La diversidad de los fenómenos de la Naturaleza es tan grande y los tesoros que encierran los cielos tan ricos, precisamente para que la mente del hombre nunca se encuentre carente de su aliento básico.

Hermosas palabras que ayudan a no sentirnos vacíos de preguntas apoyados en alguna  que otra corta respuesta.  

Esa es parte de la cognición que nos embarga cuando nos enfrentamos a los fenómenos celestes, naturales sin duda, pero que, gracias a tanta duda y al deseo de trascender más allá de las estrellas, nos acercamos a indagar el misterio de la Creación, a la esencia de nosotros mismos al ser - y eso igualmente es un enigma -  diminutos seres especiales.  

Estos días finales de enero, en algún lugar del cielo nocturno,  “hay lluvia de estrellas”,  esa luminiscencia de la que estamos construidos y a la que sin duda regresaremos siempre.

Ese agraciado turbión de  luz – si la contemplas lector  no olvide de solicitar un deseo – recibe  en estas fechas el nombre de “Minóridas” o “Centáuridas”,  un  granizado florescencia que  enciende la imaginación aunque ahora menos que en la antigüedad.  

Nuestros cielos, a cuenta de la polución y las luces de las grandes ciudades, han dejado de tener el extraordinario misterio que le daban nuestros antepasados, y es que ellos solían, cada noche, mirar la bóveda celeste y descubrir las maravillas del Universo insondable.  

Para los científicos ese “aguacero luminoso” es otra oportunidad más de conocer los orígenes de la vida. La Tierra se formó hace más de 4.000 millones de años de un remolino de gases y partículas que contenían hierro, níquel, silicio y innumerables materiales orgánicos.  

Lo expresaba el bardo de las heredades barbacanas: “Esto que tengo de arcilla y esto que tengo de Dios”, y no es que una simple diluvio de estrellas nos haga meditar en el más allá y enfrentarnos a nuestro propio destino, es  llanamente que el cielo no puede esperar, está ahí  para recordando a cada instante lo minúsculo de nuestra existencia, mientras  nos estimula a no olvida que todos nuestros enigmas – y son tan abundantes como las estrellas  - vienen del inmenso espacio enigmático  sempiterno.  

rnaranco@hotmail.com



Dejar un comentario

captcha