Retorno a lee una vez más y con agrado vehemente, “El cielo protector” de Paul Bowles, escrita en 1949. Lo suelo hacer cada cierto tiempo o en momentos de ir al encuentro de evocaciones perdurables. La primera vez sucedió en el lugar en que había de leerse, y con sus páginas sentir su esencia enaltecida: Tánger. La ciudad de franqueados recuerdos clavados aún en la mirada con olor a sándalo, cilantro, té verde con hierbabuena, almizcle, incienso, va en nosotros mientras el rostro recibía los vientos secos de las cercanas montañas del Rif y las aguas embravecidas del Océano Atlántico fundiéndose en el mar Mediterráneo. Se lo escuché a Mohamed Chukri - sin duda el mejor escritor marroquí tras haber aprendido a leer y escribir a los 20 años - en los jardines del hotel Minzah envueltos en unas pinceladas de Matisse: “Como otros creyeron en la existencia de la Atlántida, yo he creído en la existencia de Tánger. En esa ciudad, el hada tenía una varita que se llamaba osadía”. El escribidor da fe de esa verdad para nosotros incuestionable.
La urbe magrebí no es Bowles en sí misma, pero él, después de haber permanecido en su enclave norteño desde 1931, sería ya para siempre figura cimera de su entorno, al forjar una producción literaria durante medio siglo y representar la esencia del hombre soñador, aventurero, despreocupado y amante de la buena vida, sin faltar inexcusables mujeres y múltiples mancebos color canela.
Durante esos años 40, Tánger era la ciudad que cualquier apasionado mundano anhelaba. Junto a su esposa Jane Bowles, buena escritora, Paul hizo de su mansión moruna el ambiente necesario para que llegaran a pasar largas temporadas con ellos autores de la fama de Tennessee Williams, Truman Capote, William Burroughs o Jack Kerouac – “La vida es un país extranjero” decía -, deseosos cada uno de poder escapar de una ametrallada Europa inmersa en la Segunda Guerra Mundial.
Lo exteriorizó Capote, el deslumbrado autor de “El arpa de hierba” - obra que considero personalmente la mejor de su producción literaria - y, tratándose de efebos, él sabía mucho de carne lozana tiernamente amasada: “El amor pederasta es una forma de entregarse más allá del simple deseo de lo carnal”. Acostumbraba a decir igualmente en sus relámpagos de fogosidad sexual - que eran numerosos - que poseer entre los brazos una sonrisa limpia, el suspiro de una voz diáfana, los ojos claros, cristalinos, de un muchacho vuelto madrigal, era seguir viviendo por encima de la podredumbre de sus propias carnes maceradas, tajantes y alicaídas.
Bowles fue el sumo sacerdote de una religión cuya piedra de los sacrificios tenía incrustada la carne de un mancebo delicado, ojos negros noche, y un charco de venas febriles que el escritor y sus acólitos bebían hasta la plena embriaguez carnal.
Llegada la posguerra, Allen Ginsberg, Tennessee Williams, Cecil Beaton, Gore Vidal, Haro Ibars y Paul Bowles entre otros, abandonaron la magullada Europa y lo hicieron para seguir transitando al encuentro de las alucinaciones lúbricas que solamente los dioses ayudan a saborear, en crateras servidas por mancebos alados.
Y así era Tánger en el tiempo que la conocimos por vez primera, territorio en que el siroco de los aromas, sus calles enrevesadas, palacetes, hoteles, Zoco Chico y Grande, la propia Alcazaba y esa bajada hacia la Gran Mezquita y el Museo de la antigua Delegación Norteamericana en un fondeadero marino, esparcen un sabor a quif cercano al misticismo.
El recuerdo es un vaso con agua que apena calma nuestros anhelos. Hace años que no he vuelto a Tánger, la siento y casi la rozo con la mirada en la Valencia mediterránea en que ahora esparce mis remembranzas que, aún siendo muchas, no cubren nuestras nostalgias anheladas.