Epístola pagana de Borges

Jorge Luis Borges ha sido  el maestro relato corto o la transgresión de la realidad. En el libro “El tamaño de mi esperanza”,  ya contienen todo lo que el ciego de Rivadavia  sería después, una vez cruzados los zaguanes de Palermo;  algo menos acicalado, con demasiados giros criollos, es verdad, pero todo él, quisquilloso, dulcemente malévolo, punzante y rioplatense por las cuatro comisuras de la cutícula mezclada de niebla inglesa.

Esa fábula hecha esperanza  comenzó el año 1926, y el tiempo la matizó de tal forma, que solamente se mantiene en vilo el apego intrínsico a la tierra.  “A los criollos les quiero hablar- comienza su epístola pagana - : a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa”.  

Cuando así se expresó tenía 27 años. Sesenta años más tarde, un 14 de junio de 1986, cansado del país de  Evaristo Carriego y su común “Bustos  Domecq”, pedía ser enterrado en Ginebra, lejos del rugido de la pampa, el compadrito díscolo, los caminos del Sur, la acera de enfrente, los árboles de Belgrano y el cielo grisáceo sobre Villa Ortúzar.

 Él necesitó casi la vida entera para saber con creces  que cierto sol y cierta luna, solamente están en las estribaciones de  la lejanía. O al otro lado del mundo. Escribía en castellano con la venia de su propio heterónimo Jorge Luis Borges y su alter ego Pierre Menard, mientras escarbaba, para encontrar palabras esdrújulas,  en un tal  apócrifo William Shakespeare.  

Aún así, siempre regresaba con puñados de cuentos  a su orillera ciudad. Sentía por ella un amor celoso, y eso lo expresó bien cuando dijo: “Me gusta tanto Buenos Aires  que no me gusta que le guste a otras personas”.  

Es difícil, por no indicar imposible, separar en Borges la realidad de la fantasía.  Fue un contador de utopías por excelencia, y eso era una de las cualidades más admiradas en él.  

rnaranco@hotmail.com



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