Solo Dios somete el destino humano

El polaco Isaac Bashevis Singer escribió que los hechos cotidianos de una persona superan con abundancia el poder de la literatura.

Una mito relata la forma  en que una tribu del desierto de Mesopotamia gobernada por un mortal llamado Abraham,   salió de Sumer con su familia, sirvientes y rebaños, cambiando, en menos de dos generaciones, la forma de pensar de todos nosotros, creyentes o no, al concebir un Jehová único.

Razonados en esa tradición, si  alguien deseara perfilar la realidad del ser humano, tendría la obligación  de ir al encuentro de  esos resecos surcos ya que solamente escarbando unos centímetros,  hallará el pasado igual a  como era hace diez o quince  mil años.  

Una piedra, retorcida viña, guijarro pulido por los vientos, capitel, ánfora, mosaico o unas simples sandalias de cuero,  dicen siempre más  que cualquier tratado, epístola o rollos de Qumrán.

Dios o el gemido del aliento que mora en el Infinito, no jugará a  los dados con nosotros, no obstante sus normas son engañosas, traicioneras y escapan a las trincheras de la definición.

Nadie le gana al destino: inventó  los enredos para confundirnos y azuzó cada brizna de nuestra desgarrada angustia.  Profusas veces cavilamos  que todo es un accidente cósmico,  un engranaje triturador.

Cada ser humano paga la culpa de un absurdo, y en esa substancia el desconsuelo ceñido en beligerancias, cataclismos, enfermedades, es parte de la gran bofetada del destino. Y esto, sería  aún más embarazoso, si no tornara aparecer  entre nosotros unos genios superiores a Miguel Ángel, Dante, Darwin o Cristo.

Con todo, no derramemos sollozos sobre nuestro destino, disponemos de un escudo  portentoso: la inteligencia, y ella es lo más colindante a Dios.

El geólogo John Hodgdon Bradley, avizoró que “el caos y el capricho no existen”  cuando de la alineación de la vida del  Universo se relaciona.  

rnaranco@hotmail.com



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