Los Juegos Olímpicos de París, acreditados como los Juegos de la XXXIII, será un evento multideportivo entre el 26 de julio y el 11 de agosto, dignos sin duda de recordar.
Del absolutismo a la comuna, Francia es el país de las piedras perdurables. Si partimos de la arquitectura gótica haciendo un corto recorrido por la abadía de Saint-Martin-des-Champs, bajando por el Sena al encuentro de Notre-Dame, sin dejar a un lado Saint-Germain-des-Prés, todo lo que verán nuestros ojos en aquel París tras la muerte de Carlos V, serán altos muros, impresionantes rosetones, dolientes gárgolas, donde las formas románicas y góticas se contraponen entre la bóveda llamada arista con los ábsides que intentan abrazarse de forma extraña, y hasta fea en algunos aspectos, con el contorno ojival.
En un país en que los cardenales eran nombrados por los reyes, no por los papas, era casi fuerza de la naturaleza divina la presencia de hombres como Richelieu y Mazarino, cuyos palacios están a un paso de donde escribo estas líneas en el Boulevard Raspail.
Allí, frente al Louvre, más que en ninguna otra parte de Francia, esas piedras saben que tarde o temprano (dependerá del viento mistral bajando de Normandía), el miedo a la Fronda agitando París y a las permanentes epidemias de hambre, cólera, peste y contiendas, empujaran a los Borbones a abandonar, casi traumatizados, la capital del reino.
El “Rey Sol”, Luis XIV, tuvo profundos furores de grandeza, y igualmente acumuladas torpezas, tantas, que entre guerras y lances que casi dejan las arcas del trono vacías, decidió tomar las de “villadiego” y construir un primer palacete a unos pasos de París en un paisaje boscoso rodeado de terreno pantanoso pero con abundante caza: Versalles.
Posiblemente, y debido a todo ello, mi humana persona ama Paris.
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