Los espejos de mis fanales interiores

Pocas veces acontece, y sin embargo en esta ocasión,  se estaba bien allí.   Más de media luna del presente mes de junio,  colgaba en lo alto. Ninguna nube. Quieta soledad. Compacto calor.  La cercana discoteca de las hijas de Lesbos, arrecife del amor dulcificado, tan ruidosa siempre, tenía cerradas sus contrapuertas.

Era el intervalo preciso  de soltar la  irrealidad delirante cara al mediterráneo  y, frente a nosotros, tomando forma, levantándose entre  una la luz opaca imprecisa, contemplábamos en medio  de un  duerme vela,  los contornos severos del  emperador Adriano,  acompañado de su médico Hermógenes. La fiebre regresaba. Esa misma mañana  habíamos consumado un trabajo arduo sobre su imperio romano,  apoyándonos en las páginas escritas por Marguerite Yourcenar, partiendo ella  de la frase inolvidable de Flaubert:“Cuando los dioses no existían  y Cristo no había aparecido aún, hubo un tiempo único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre”.Al gran  César lo contemplo absorto; más que eso: envejecido. Su abatimiento interior   es   quejumbroso. Enterró hace  unas horas el cuerpo de su joven amante Antínoo, y él, un dios, dueño del mundo conocido, llora cual un infante abandonado en medio de la penumbra.Su congoja se desnuda como un bosque en el otoño, y siento piedad al contemplarlo tan afligido.

Es  atrayente lo que puede revelar un balcón convertido en  eremita en medio de las tinieblas de la noche. Por él van desfilando, entre las trochas de la existencia, vivencias cotidianas, espíritus que nos inquietan y van a nuestro  lado en una interminable procesión,  arrastrando  aprensiones, esperanzas furtivas, un largo cortejo de aleluyas y fingimientos,  donde al  final uno es el espectador  único   en la comedia  evocadora de su propia existencia.

Retorno a las páginas  memoriosas del divino  Adriano Augusto que la autora de “Opus nigrum”, tras dejar a Zenón  partir de Brujas, fue hilando con las propias agujas de Penélope,  la despedida del conquistador de los Partos:“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo… todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”.

La luna en esta noche de finales junio,  se ha sombreado  en esta ciudad de la Valencia mediterránea.

Nuestra existencia interior  se va adormeciendo, los años pesan, y nosotros, los de entonces, no volveremos a se los mismos.

Y lo ya sabido hace largo tiempo: Ha llegado la hora de subirnos al último tranvía de la Malvarrosa. 

rnaranco@hotmail.com



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