Rememorar la historia de Nazim Hikmet, sería ir describiendo una naturaleza huracanada, enormemente avasallada ante el sufrimiento, la soledad de tantas ergástulas cargadas sobre su piel de luchador, en los cortos años de existencia.
Su vida fue una iniquidad de celdas, mazmorras, fístulas y humillaciones. Le hurtaron media existencia, no sus palabras, y éstas, se volvieron fuerza telúrica, cáñamo erguido, voz apuntalando a los desterrados del planeta, mientras su nombre se quedaría incrustado en la claraboya de los seres libres aún estando encadenados.
En la antología que hemos comentado - cuya selección, traducción y prólogo corrieron a cargo de Soliman Shalom, joven amigos en luchas políticas-, la muerte es la heredera de la tradición poética otomana, tanto para el hombre de hoy, como en los antiguos poemas del “Diván”.
En general solamente se sabe de Hikmet, dice Salom, que fue un gran poeta turco y hoy universal, que padeció muchos años de cárcel, “que un buen día escapó a Rusia donde siguió escribiendo y que murió en el exilio”.
Bien se pudiera decir que Hikmet, sus huesos, piel y carne, formaron una mazmorra consumada desde el mismo día en que llegó a la tierra para convertirse en un portentoso vendaval, estigmatizador y defensor de los adoloridos, aquellos con hambre de hogaza y equidad.
El que haya leído alguna vez las estrofas “Las pupilas de los hambrientos”, se habrá estremecido hasta volver la saliva amarga: “No son unos pocos / no son tampoco cinco, diez: / treinta millones de hambrientos / son los nuestros”.Y poseía reflexión clara a raudales. Los millares de pordioseros, cada solitario – los tuyos y los míos, lector, los de todos-, son más gotas de agua que todo el mar de los océanos profundos.
Fuera de Turquía, habríamos de arroparnos en el poeta- obrero ruso Vladimir Mayakovski al fin de conseguir tanta compresión, entrega y abnegación, hacia la desolada multitud humana perdida en sus angustias. “¡Es inmenso nuestro dolor! ¡Inmenso, inmenso!”, gritaba a las aguas del Bósforo, mientras veía llorar a los derviches en sus vueltas perennes una tarde acanalada en la puerta húmeda de Adrianpolis.
Todos nosotros, sin aprensión, deberíamos leer, aún si fuera una sola vez, los poemas lacerados de Nazim Hikmet, mientras un cortejo de jenízaros se guarnecía bajo los seis alminares afilados de la mezquita del sultán Ahmet.Nos pasamos el tiempo soportando los gatuperios y sus consecuencias, y al final siempre nos enfrentamos a la disyuntiva de dudar de la existencia, mientras nos envolvemos en zozobras que nos inmovilizan por completo.“Has de saber morir por los hombres, / y además por hombres que quizá nunca viste, / y además sin que nadie te obligue a hacerlo, / y además sabiendo que la cosa más real y bella es vivir”,Hikmet pertenece a esa generación de poetas al mismo talante Neruda, Miguel Hernández, Antonio Machado, Rafael Alberti, que añoraban las mañanas azulinasSus poemas, se leen hoy en cada continente, mientras que de sus carceleros solo queda la pavura que inspiran sus hechos, mientras el viento los envuelve en sal fermentada.