Hace un tiempo largo, el desierto del Sahara formó parte de nuestro entorno. Y si ahora cierro los párpados, creo estar mirando las tierras de piedemonte en el Atlas marroquí, mientras percibo la ciudad imperial de Marrakech.
Con ello, la evocación trae de nuevo el retumbo del siroco.
Similar a tantas mañanas sentado en la jaima - piel de camello y cabra - en un recodo de guijarros en el río seco en el que las gacelas, a la caída de la tarde, buscarán la frescura de la noche, absorbo el té verde.
Ese olor penetrante bien lo conozco. Los años transcurridos allí no han hecho mella sobre el olvido. Semejante a Paul Bowles en su Tánger amado, nunca me he considerado viajero en ninguna parte.
Así lo declara en las páginas de “El cielo protector”:
“Mientras el turista se apresura a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto al otro”.
Hoy, cincuenta años más tarde, perviven en nosotros los pliegues de las ciudadelas, los zocos, oasis, y siento como si la presencia lejana saliera fresca aún a nuestro encuentro.
Todo cambia, y uno, recíprocamente.
Un tiempo extenso de mi juventud trascurrió en el Sahara Occidental, entre El Aaiún, Mahbes de Escaiquima, Tinduf y Smara, la ciudadela santa de los saharauis.
Cierto atardecer, en ese instante en el que la luminiscencia comienza a menguar, escuché unas estrofas entonadas en la voz de Tehar Ben Jelloun, el escritor marroquí enlazado a su euritmia emotiva:
“Tengo dátiles y un poco de miel, no tengo casa, pero tengo un país en los ojos, tengo una tierra en el corazón, amo este país...”
Si bajo los párpados, retorno a las hondonadas de piedemonte en el Atlas, mientras el aullante siroco sigue despertando el alba con su murmullo de arenisca.
Hablo de abatimientos en estas líneas, afanes dejados en un recodo del riachuelo sin agua, mientras la gente del pueblo de “los hombres azules” va tomando a sorbos infusiones de herbajes calientes.
Ese aroma penetrante a té verde, lo conozco; todo en nosotros está impregnado de él.
Al presente, todas las tardes, en la Valencia mediterránea que nos abriga, acudo al Café Infanta en la Plaza del Tossal, a saborear té verde con hierbabuena, esa menta que espanta lo malo y arrulla lo bueno, mientras nos resuena el lejano hálito aventurero en Marruecos, sobre la ciudades de Smara, El Aaiún, y la antigua Villa Cisneros - hoy Dajla - de tantas evocaciones.