Los chiquillos son feroces sin ellos saberlo. Es la naturaleza misma antes de que les llegue el sentido y la responsabilidad tal como la entienden los humanos.
En ellos, el dolor y la muerte son juegos, un carrusel; no saben discernir un asesinato real de otro visto en la televisión. Y ha raíz de ello, nadie puede considerarlos intrínsecamente maléficos.
En “El pájaro pintado”, Jerzy Kosinski explica que los padres siempre están persuadidos de que lo mejor para asegurar la supervivencia de sus hijos durante los horrores de una beligerancia, es alejarlos de ella, enviarlos al abrigo de una aldea lejana, perdida en la inmensidad de cualquier lugar.
Al suceder eso, muchas de esas criaturas, a cuenta de una causa u otra, se suelen perder entre los vericuetos de un peregrinar minado de amarguras.
Ante esa situación, tal vez se debería encerrar a los niños perdidos de la misma forma que a los papagayos o los ruiseñores: en jaulas. Eso lo suelen hacer en el norte de China y en pueblos de Somalia, Ruanda o Uganda.
Ellos, en su largo peregrinar, se evaden de las guerras y sus conflictos.
Las organizaciones de ayuda saben que cuantiosas de esas criaturas suelen caer en las zarpas del tráfico de personas, o hacia los abusos lascivos.
Cuando ese padecimiento acontece, muchos de esos impúberes se suelen perder entre los labrantíos del dolor y la muerte.
En las metrópolis, una vez llega ese colectivo de niños deshechos, salen, igual a piaras, hacia las calles y plazas a demandar limosnas, siendo la estampa más cruel del padecimiento, cuando el cuerpo magullado se abre en canal.
Innumerables de ellos están tullidos, inflamados de fiebre, quebrados sus cuerpos, y representan un retablo de la humana podredumbre cruel. Se les deja confinados en condiciones de conmiseración, con la inexcusable obligación de obtener dádivas a recuento de sus sanguinarias presencias.
Ante ese drama brutal, los ojos, en su mayoría, solamente atinan a mirar.