Varios de los textos del colombiano Álvaro Mutis se apilan sobre la rinconera que forma parte de un tálamo donde me disipo en las noches, entre los brumales de innumerables espectros: unos, amigos; otros, desazones perdurables.
Como alguien lo describió de certera pincelada, uno puede recorrer en el barco de Maqroll El Gaviero - cascarón de hierro flotante - los ríos navegables, el mar abierto, los océanos lejanos, recónditos y profundos, hasta amarrar en los malecones de puertos exóticos, y hallar allí los besos férvidos de mujeres, esperando en el bar de la bahía el vino macerado en viejas cráteras griegas.
En un tiempo ya distante, entre esa soledad que permanentemente nos estremece, solíamos regresar al Mediterráneo a restañar arcaicas magulladuras, sabiendo que esas aguas donde Hércules levantó sus columnas entre Gibraltar y Ceuta, y escritores como Kavafis, Lawrence Durrell, Joyce, Paul Bowles o Naguib Mahfuz tañeron sonidos de caracolas, mientras desnudaron sus propios espectros, y nos recibieron sin un reproche.
El mar de las civilizaciones, la filosofía y el trigo, casi sin mareas – solamente cuando el viento de Levante se desmelena y retiemblan las costas - estaba en calma y envuelto en un cerúleo oscuro, intenso.
Y uno bien lo recordaba: Sobre esas bocanadas saladas vinieron a sus playas de guijarros y arena civilizaciones envueltas en cántaros de miel, poesía homérica, melodías sobre las columnas de Cartago y de Creta, mientras los trovadores de la Isla de Capri, en la bahía napolitana, sembraban de azafrán los campos de Trípoli y Alejandría.
Tiempo atrás, solíamos venir en los crepúsculos a sentarnos a estas orillas. Éramos jóvenes, soñábamos a gritos y tocábamos la luz con nuestras propias manos para hacer luciérnagas. Media esperanza se entretejió entre las ramas de sus pinares negros.
Una tarde, antes de nuestra partida para ir a “hacer las Américas” y anclar en Isla Margarita sobre el Caribe venezolano, comenzamos a forjar una nueva singladura que aún no ha encontrado sosiego. Al llegar al pueblo de Pampatar, abrimos un hueco en la arena caliente y enterramos el libro “Amirbar”. Estaba roído del uso y en cada página guardamos una pasión desatada. Estaba seguro de que ella – la mar – comprendería las palabras del Gaviero y jamás me olvidaría:
“Los días más insólitos de mi vida los pasé en Amirbar. En Amirbar dejé jirones y buena parte de la energía que encendió mi juventud. De allí descendí tal vez más sereno, no sé, pero cansado ya para siempre. Lo que vino después ha sido un sobrevivir en la terca aventura de cada día. Poca cosa. Ni siquiera el océano ha logrado restituirme esa vocación de soñador despierto que agoté en Amirbar a cambio de nada”.
Álvaro Mutis, El Gaviero y yo, en pos de peces plateados y salitre, nos introdujimos en el mar, y allí seguimos al encuentro de Abdul Bashur, el idealista de navíos.
En cierto momento, durante un coloquio en Bogotá, expresó Mutis:
“El siglo que me hubiera gustado vivir es el XVIII, con toda su carga de cinismo, libertinaje, elegancia y el bien escribir... Esta época de ahora mismo es exactamente la época en la que no hubiera querido vivir jamás, y me duele que la vivan mis hijos, y me da mucho coraje por mis nietos”.
Todavía, cuando Mutis y su amigo Gabriel García Márquez ya no están sobre la tierra latinoamericana, nos damos cuenta de que el mar Mediterráneo, al que percibimos ponerse el sol cada atardecida en los promontorios valencianos hacia la lejanía de Tánger, no solamente es una idea humedecida de salitre, sino igualmente una alucinación clavada sobre un mástil de evocaciones imperecederas.