Los seres apretujados sobre sus propias carnes dolientes, que emergen de todos los puntos cardinales del África insondable, y llegan a las costas mediterráneas en pateras, haciendo la travesía de la muerte con el único anhelo de poder consumar un sueño inmensamente codiciado, saben bien de vientos brutales y traicioneros, agazapados, a modo de fieras en celo, que han de encontrar en cada revuelta del sinuoso camino marino.
Otra primavera más ahora en el Mediterráneo y los emigrantes se apiñan como racimos de uvas sobados por los insectos.
La inmigración se ha convertido en un tema prioritario para los Gobiernos europeos; tanto, que se han llegado a plantear el despliegue de navíos de guerra para interceptar pateras.
Docenas de expatriados han perdido la vida en esas aguas llamadas de las civilizaciones.
Las pateras son el resbaladizo transporte en el que los condenados del destino tratan de cruzar ese mar de las mil aventuras anheladas. No obstante, en la mayoría de las ocasiones, la desesperación y las mafias les hacen optar por otras vías, no menos deplorables.
La emigración crea una quebradura dolorosa y difícil de explicar, es un ahogo interior que los años no ayudan a amainar, y que va alejando con ella, irremediablemente, la esencia de nuestra propia nacencia, y forma, como mascarón de proa, un torrente humano sobre el mar hacia todas las orillas, al encuentro de la anhelada esperanza que nos empuja la existencia, hasta encontrar el cobijo para poder vivir igual a seres humanos dignos.
Incontables de nosotros, españolitos de la expatriación y el ramalazo macerado, hemos formado parte de esos torrenciales empeños, y a tal doliente causa, sabemos bien el significado de dar la vida por alcanzar una costa.
Si hoy se recorren los pueblos de nuestro Principado, extraño sería no encontrar una casona de agraciada mampostería, escuela, fuente, plaza o iglesia, donde no estuviera la magnificencia del hijo del lugar que salió al encuentro de las costas de La Guaira y Macuto saturado de anhelos y, una vez cumplidos, regresó a plantar en el terruño nativo parte de las ganancias de su trabajo, con el anhelo de saber que supo levantarse y regresar a su lar, tras el sendero del siempre doliente camino de la emigración.
La primera vez que conocí el rostro de un emigrante fue en 1967 cuando, enviado al Muelle de El Musel en Gijón por el diario “Región”, acudí para informar de la llegada del poeta – y después admirado amigo - Alfonso Camín.
Ahí no imaginé, que iría a pasar 50 años de mi vida siendo emigrante, con mi esposa Marisol, en Venezuela. En regreso es otro sendero merecedor de ser narrado