Con certeza, poco o nada se sabe en hondura de las causas de porqué una mente creadora se embriaga hasta perder la razón, y cuando despierta de su insondable abismo, renace dentro de su ser una fuerza creadora que traspasa la imaginación, y crea relámpagos estelares sobre unas cuartillas que terminarán siendo imperecederas.
Una buena parte de la literatura no fue escrita con tinta, sino con vino, y a razón de ese “delírium tremens”, sobre ella se han depositado espacios universales.
Abramos una pequeña lista:
Omar Khayyam, Herodoto, Gonzalo de Berceo, Bocaccio, Rabelais, Poe, Joseph Roth, Edgar Allan Poe, Rubén Darío, Bukomsk, Juan Rulfo, Anthony Burgess, Baudelaire, Paul Bowles y, unido a ellos, una caterva más que cubrirían una buena parte del cielo protector literario.
No faltaron mujeres de dilatada creación: entre las más elevadas están Jane Bowles, Elizabeth Bishop, Anne Sexton, Marguerite Duras, Shirley Jackson… y la lista continúa.
Concerniente a los seres de mi generación, cimentados en las guerras europeas, esas que ya nadie recuerda y sólo los libros de historia se empeñan en mantenerlas vivas, Joseph Roth, entre copa y copa, se dio cuenta de que la humanidad seguía siendo un amasijo de contradicciones, pudiendo crear bajo su sombra el florete cortante y el poema más divino.
Su obra “Job”, corta, sencilla, escrita teniendo a su lado una botella de licor, es un relato henchido de clímax desde la primera sílaba a la última. Su comienzo es sorprendente, al narrar el relato en la misma forma en que lo pudiera haber hecho el vetusto abuelo al calor de la lumbre, en una de esas interminables noches del invierno en un lejano hogar de la Europa de los Austrias.
“Hace muchos años – relata con ternura - vivía un hombre llamado Mandel Singer. Era piadoso, temeroso de Dios y muy sencillo: un judío común, corriente, que ejercía la modesta profesión de maestro. En su casa, que se reducía toda ella a una amplia cocina, enseñaba la Biblia a un grupo de niños. Lo hacía con verdadero celo, pero sin notables resultados. Antes que él, miles de hombres habían vivido y enseñado de la misma manera.”
Si no es descriptivo lo que expresa, que vengan Abraham, Moisés, Jesús, Mahoma, y lo nieguen.
Ya que ahí, sobre esas hojas de papel, está confinado el elevado secreto de la humana literatura que solamente el autor de “La Marcha de Radetzky”, con alcohol o sin él, sabía dulcificarla y hacer hervir la sangre de nuestras venas.