El viajero que llega a la isla de Capri en estos días de enero, percibe de inmediato las sensaciones y que produce este paisaje sorprendente.
Uno viene procedente de Nápoles por Marina Grande. En ese corto malecón se extendía un arenal que los romanos utilizaron como punto de atraque para sus naves.
En la isla la prisa no sirve, debemos deshacernos de ella y lanzarla al mar cerúleo y transparente.
Y así, paulatinamente, como lo demandan los cánones de la antigua Apragopolis, subimos, un poco a pie y otro tanto andando, de Marina Grande, a “La Piazzeta” o Plaza de Umberto I, en Capri ciudad.
Algunos viajeros toman el teleférico construido en 1907, y en apenas cinco minutos, palpando el aire del mar, el olor de las flores y los hermosos recodos del empinado camino que nos va presentado a lo lejos, todo el inmenso el Golfo de Nápoles y su imperecedero Vesubio, que nos habla del doloroso recuerdo de la destrucción absoluto de Pompeya.
La Piazzeta es el lugar mundano por excelencia. Uno, sentado a la caída de la tarde, cuando el cielo se cubre de todos los rojos posibles, en una de las mesas del Gran Caffé Vuotto, percibe la vida de la isla pasar ante los ojos como si de una proyección cinematográfica se tratara. Todavía no son días de vacaciones, y la isla es ya una multitud cosmopolita de gente venida de toda la península italiana.
La crónica es corta y no da tiempo para muchos recovecos emocionales – esos que serán disimulados en los meandros de la cutícula de nuestro cuerpo.
No obstante, uno recomendaría a quien visitará la isla con la pasión del peregrino, el paseo obligado a los jardines de Augusto, levantado a muy poca distancia de la Cartuja de San Giacomo.
La trocha – obligada – a la senda Krupp, que sube con impresionantes recodos escavados en la roca, es bellísima. La igualmente, la vía de Tragara, es de un color brillante al atardecer, en el momento en que la irradiación de luz es más sugestiva.
Si tercia, durante ese recorrido, todo humano debería visitar y embelesare con la Villa San Miguel. Levantada por el sueco Axel Munthe, y en cuyas estancias, el médico y filántropo pasó buena parte de su vida escribiendo “La historia de San Michele”.
Desde aquella altura resplandeciente se divisan los sublimes farallones, siempre esplendorosos, poseyendo algunos de fondo, la península sorrentina; la “Cueva Azul” y los baños de Tiberio, pero ante todo, la casa de Curzio Malaparte, el autor de obras inolvidables como “Madre Marchita”, “Malditos toscanos”, “Kapputt” y “La Piel”.
La morada de Curzio es descrita por él mismo como “triste, rígida y severa”, elevándose a modo de un barco a punto de ir al encuentro del profundo mar con sus enormes tragedias interiores.
Esa vivienda – espacio perentorio de una existencia extraordinaria – es de una belleza indescriptible, a manera de la siempre bienhechora escritura del escritor de Prato, cuyos renglones comenzaron en aquella Toscana de tantas incertidumbres, incomprensiones y desarraigos.
He subido pausadamente por la empinadas escalinatas de la villa de San Michele, entre curvas, arboledas frondosas, acantilados recónditos, hacia Vía Krupp, donde comienzan los jardines de Augusto, bien cuidados hoy por los herederos de la Cartuja de San Giacomo, la misma que siguen elaborando perfumes basados en tradicionales fórmulas sencillas.
La tarde había comenzado a caer y mi cuerpo con ella.