El “shabat”, en hebreo, es el día que tiene uno guardado para sí mismo, así que hoy mejor escribir con mesura y algo de remembranza. El lector quizá lo agradezca.
Trazar palabras sobre un papel o en la pantalla del ordenador – luciérnaga encandilada - es un ejercicio traslúcido, una reacción espontánea para poder referir hechos cotidianos o pasados, y como la vieja ropa que nos llega a sentar bien de tanto usarla.
Uno, ofuscado por hallar la lindura que calienta el papel, no goza de esa dádiva. Acoplar palabras para formar una frase e intentar con ella moldear unos renglones coherentes y firmes, es el preludio de un drama cuyo solitario actor es uno mismo.
Hay cursos para enseñar a escribir, y a lo mejor alguno de esos alumnos reinventa la tercera parte apócrifa de Don Quijote, tras la segunda de Avellaneda.
Desconocemos si el método es válido, al saber que la mayoría de las personas cuentan sus vivencias o ensoñaciones por una necesidad imperante: trascender por encima de los hipogeos.
Suelo tomar un ejemplo: Federico García Lorca. Un día el poeta granadino señaló: “Si digo voz, quiero decir verso”, y es que todo en su vida fue un largo camino de enredaderas, y en donde al final estaba la espesura de su existencia, tan cantarina ella.
En él, hasta la saliva y la sangre eran señales recubiertas de pasiones. Un día lo sentenció en la Huerta de San Vicente, su residencia de repleta de claveles azules, rojos, morados, amarillos y blancos, cercanos a la orilla del Darro:
“En mi obra hay un solo personaje. Uno solo de principio a fin. Este personaje es la pena, que no tiene nada que ver con la tristeza, ni con el dolor ni con la desesperación”.
Tal vez desde siempre el camino de todo escritor se bifurca, y en ese instante decide si continúa viajando o se queda varado; ante ese hecho, uno gime como los toltecas en la literatura náhuatl, con su propio corazón en las manos.