En el latifundio trashumante donde el pino sotierra sus raíces magulladas, el milano vuela bajo y el olmo lloriquea, mientras la hembra va entre los andurriales sobre caminos sin recato, a la par que una luna fraguada de sopores se torna útero y genitales a su vez, al no ser peregrino que Bernarda Alba fuera, en la mente de Federico García Lorca, un transexual.
El discernimiento de matrona / semental nació entre la fogosidad y los miedos de los sumerios, el pueblo más antiguo de la tierra, allí donde surgió Abraham y, con él, todo el sentido místico que hoy nos envuelve en una y mil dudas, pero sin dejar de proveerle ímpetu a las gazmoñerías cubiertas de fluctuaciones agrietadas.
Aún se sigue creyendo que Bernarda solamente puede ser representada sobre su dimensión humana, como un padre arisco, frío, amargado y gemebundo.
Hablar de Lorca al filo tajante del tiempo es irritante, pero uno está cimentado de vientos perturbados, insondables heladas y ramalazos de amplias tinieblas.
Se ha escrito con sobrada causa, que el poeta de la Huerta de San Vicente es un potentado de la palabra, y no solamente por el sinfín de expresiones que emplea, sino también por la utilización de un inmenso mundo interior que moraba y vegetaba en su propia bizarría.
Un estudioso aseveraba que en Federico hay una serie de palabras - mejor dicho, gemidos - que usaba hasta la saciedad. "Más que repetirlas, las arroja todos los días porque le duelen y le aprietan el alma", por eso asumo que Lorca es el poeta más humano, sensible y sorprendente del pasado siglo XX.
"La Casa de Bernarda Alba" fue la última obra de Lorca. Había, tras las ventanas de aquella vivienda recalentada de fogosidades, un retumbo de cigarras, mientras el viento desabrido olía a herbaje y azahar.
El albur del destino se concretó entre cinco hembras, y en cada una de ellas, apretaba una pasión entre pecho y espalda, que rasgaba hasta la propia saliva.
El drama - helénico en toda su amplitud si no fuera tremendamente lorquiano - arranca con la muerte del hombre que mantenía las sombras y la honra de la casa. En medio, como surgiendo de las propia pavesas, hay otro “macho” cuya presencia gravita con fuerza lasciva, pero hay luto, y no puede penetrar en esos muros el deseo zurcido entre las piernas del macho.
Releo a Federico con penetrante ansiedad para sentirme vivo, ya que entre él y nuestro pecho comprimido, hay un viento de secano estremeciendo zarzamoras, a partir del relámpago cuya luminiscencia envolvió con angustia todo anhelo de esperanza.