En nuestro ir y venir por las trochas de la subsistencia, estuvimos en París en diversas ocasiones, y cuando apenas uno contaba con veinte años, viví una corta temporada en una morada de un patio interior, en el Barrio Latino. Era el tiempo en que la vida salía a nuestro al encuentro encandilada.
Aquel hombre amigo que nos abrió puerta, libertario hasta el tuétano, anarquista por convicción, tenía dos cualidades: generoso hasta la abnegación y una vocación innata por implantar a los demás sus ideas.
Mis escasos conocimientos de literatura de aquel entonces salieron de sus enseñanzas.
A su lado conocí la vida parisina de César Vallejo escuchando parte de la obra del autor de “Los heraldos negros”, y poniendo en mis manos unos textos del admirado peruano bajo el título “Literatura y arte”, que aún hoy siguen en mi poder.
Del generoso amigo de tantos recuerdos, escuché el epitafio del poeta peruano sobre la ciudad de sus angustias:
“Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París, tal vez un jueves, / como es hoy, de otoño”.
Todo el que vaya a esa ciudad, aunque sea una sola vez, no la olvidará. Podrán existir otras metrópolis, pero ninguna comparable en lo espiritual y lo afectivo a esa urbe matizada de su propia luz. Lo expresó con exaltación Gérard de Nerval:
“No hay nada tan bello como la Gran Colina cuando el sol ilumina su tierra de rojo con vetas de yeso (...) surcada por barrancos y senderos”.
Es por eso que todo corazón perceptivo, libre y generoso, ama a París. Es más: ella se hace querer como ninguna otra capital.
Presumiblemente para algunos, o tal vez ya para nosotros, París, la que nos agrada y nos colma, esté en nuestro recuerdo. A los veinte años uno se asombra de todo; a los ochenta, la curiosidad se hace sedentaria y se aprecia más el cimbrear de un cuerpo de muchacha joven que un cuadro de Monet.
Al presente tal vez todo sea distinto: habiendo cruzado ya hace tiempo el Rubicón de la vida, el regreso a la cadencia juvenil de las ensoñaciones interiores se hace imposible.
Por esa cognición interior la ciudad será otra, y uno, más melancólico y distinto.