Señalaba George Steiner, hablando de los horrores padecidos por el pueblo hebraico, antes y después de la diáspora al encuentro de una pequeña tierra llena de enemigos, y cuya única apetencia era lanzar a los hijos de Abraham a las aguas del Mediterráneo o enterrarlos bajo las ruinas de Masada:
“Los hombres se han asesinado desde siempre por una franja de tierra, bajo banderas de distintos colores que enarbolan como estandartes, por pequeños matices en sus lenguas o dialectos”.
A continuación, el hijo de judíos vieneses nacido en París, glosa que el mismo Hamlet se asombra ante un ejército de paso. ¿Por qué avanza hacia la batalla sangrienta? ¿Es acaso para alcanzar un fin exaltado o fructífero?
Un capitán responde:
“A deciros verdad y sin la menor exageración, vamos a conquistar una reducida porción de tierra que no ofrece en sí más ventaja que su nombre. Ni por el precio de cinco ducados, cinco no más, la tomaría yo en arriendo, ni daría mayor beneficio al rey de Noruega o al de Polonia si la vendieran en pleno dominio”.
Debido a ese pedazo de tierra baldía, comenzaron las profundas confusiones de los tiempos actuales venidos de lejanos días en que la Biblia y el Corán expandieron sangre de los manantiales de Jerusalén llegados del río Jordán.
La historia de los humanos se encumbra sobre venganzas mortíferas, dejando poco espacio a la comprensión de sus perdurables enemigos. Intentar salvar al mundo judaico de ayer y hoy, es un bramido llegado del alba de los tiempos.
Seria necesario – y eso solamente sucederá en el final de los tiempos - que las trompetas de Jericó, y en la Mezquita Omeya de Damasco, suenen al unísono hacia Jerusalén, La Meca, Medina y El Vaticano.
Para conseguir ese compromiso al día de hoy, sería necesaria una reunión en el mismo Gólgota entre Jesucristo y Mahoma.
Todos, varones o hembras, hemos sido construidos de lamentable levadura mal cocida, y el soplo de la supervivencia nos ha dejado insondables heridas aún no cicatrizadas.
Alguna vez quizás conoceremos nuestro fragmentado origen, y será en el instante en que el Universo protector decida hablar, sin truenos ni relámpagos, a toda la humanidad viva o muerta.
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